Los "filid" irlandeses: maestros druídicos de tradición

LOS FILID IRLANDESES: MAESTROS DRUÍDICOS DE TRADICIÓN
Raúl Garrobo Robles


El presente texto forma parte del ensayo El druida, el rey y la soberanía sagrada. Aspectos míticos del antiguo pensamiento céltico irlandés a través del espejo de la primera Grecia, que fue publicado por Eikasía. Revista de filosofía en su número 17 (Oviedo, 2008) y puede ser consultado en el siguiente enlace:


LOS FILID IRLANDESES: MAESTROS DRUÍDICOS DE TRADICIÓN

De acuerdo con el estudio realizado por el folklorista James H. Delargy, en Irlanda, no hace mucho aún, todavía era relativamente fácil localizar entre sus habitantes, principalmente en las regiones del oeste de la isla, auténticos cuentacuentos a la manera de como debieron de proliferar en tiempos más remotos. Al contrario que sus antepasados de la clase intelectual druídica, estos seanchaithe de la primera mitad del siglo XX, pues por tal nombre son reconocidos en irlandés moderno, no pertenecían a las clases privilegiadas de la sociedad. Lejos de llevar una vida diferente de la de sus vecinos, se ganaban el pan de la misma manera que aquéllos, ya fuera trabajando como pescadores, cuidando de su pequeña propiedad apenas rentable o vagando por los alrededores en busca de algún sustento. En cambio, en lo que respecta a sus funciones sociales como cuentacuentos, el lugar que hubieron de ocupar estos narradores de historias dentro de su comunidad antes de que los medios de comunicación de masas modificaran sus vidas debió ser sumamente importante, pues, además de entretener al vecindario durante las tardes y las largas noches de invierno, también hacían de historiadores de sus propias tradiciones, tanto locales como nacionales. Por ello, teniendo en cuenta esta función social de los cuentacuentos, los seanchaithe debieron de aparecer ante los ojos de sus allegados como los guardianes de la tradición. De hecho, si atendemos al vocabulario de la antigua lengua céltica de Irlanda podemos observar que el término senchas, en el cual hemos de reconocer la misma raíz que en el irlandés moderno seanchaithe, significaba ya por aquel entonces "historia", "tradición", mientras que senchae, por su parte, remitía directamente al "guardián de la tradición", es decir, al "historiador", miembro, como otros tantos, de la clase intelectual druídica.

Cuentos populares irlandeses, con una introducción a cargo de José Manuel de Prada, Siruela, Madrid, 1998.
 
El importante papel que hubieron de desempeñar estos historiadores dentro de las antiguas comunidades tribales irlandesas se encuentra atestiguado por la presencia en los relatos del Ciclo del Ulster de un personaje llamado Sencha, esto es, un druida, el cual suele figurar como asesor personal del rey Conchobar. Una de las escasas referencias que sobre su persona aparece en El robo del toro de Cooley nos lo presenta dispuesto para la batalla final que poco después habría de enfrentar al ejército de los ulates contra las tropas incursoras, donde se lo describe como:
«Sencha meic Ailella hijo de Máilchló, el elocuente orador [so-irlabraid] del Ulster y el hombre que [con su palabra] apacigua los ejércitos de las huestes de Irlanda»;
lo que hace de él un especialista en oratoria a la manera de los sabios grecorromanos, convirtiéndolo, según nos disponemos a mostrar en la siguiente cita, en maestro de la palabra sagrada. Pues, en efecto, en la misma versión del relato, una vez que la contienda ha comenzado, Conchobar, el gran rey del Ulster, acude a Sencha para solicitar de él un tipo de ayuda que sólo el gran druida es capaz de ofrecer:
«contén a los hombres del Ulster y no les permitas regresar a la batalla hasta que los agüeros [tsheón] y augurios [tsholud] estén totalmente a nuestro favor».
Con Sencha, por lo tanto, nos encontramos ante un personaje mucho más complejo de lo que nos muestran sus epónimos irlandeses de mediados del siglo XX, pues, más allá de sus funciones como orador e historiador, su figura parece responder también a los atributos que caracterizaban a los agoreros griegos, a la manera del arquetipo del homérico Calcante.

Varios libros de relatos irlandeses medievales. De izquierda a derecha: Táin Bó Cuailnge (La Razzia de Ganado de Cuailnge), traducido al castellano por Manuel Alberro, Toxosoutos, Noia, 2005; Táin Bó Cúailnge. Recension I, edición irlandesa y traducción inglesa de Cecile O'Rahilly, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 2002; Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, edición irlandesa y traducción inglesa de Cecile O'Rahilly, Irish Texts Society, Dublín, 1967; Cuentos medievales irlandeses, traducidos al castellano por Juan Renales, Víctor M. Renero y Pilar Ortiz, Toxosoutos, Noia, 2006.

De acuerdo con lo que acabamos de anticipar, sabemos que la antigua clase intelectual irlandesa incluía entre sus competencias funciones muy diversas. De hecho, en su obra sobre el druidismo, además del ya citado senchae (guardián de los anales y demás tradiciones pseudo-históricas de la comunidad, así como de las genealogías reales), Jean Markale se permite mencionar algunas de las denominaciones correspondientes a otras tantas especializaciones de la institución druídica, a saber, el líaig (curandero especialista en plantas medicinales y quirurgía mágica), el deogbaire (escanciador de sustancias embriagadoras y alucinógenas sólo por él conocidas), el cruittire (arpista maestro en armonías capaces de alegrar los espíritus o de hacer sucumbir a los hombres), el fáith (adivino, vidente e intérprete de presagios y augurios), el breithem (juez y maestro de la palabra certera), el cainte (poeta satírico y maestro de la palabra mágica cantada o recitada) y, por último, el scélaige (poeta épico, narrador de los relatos tradicionales y maestro de verdad).

Jean Markale, Druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Taurus, Madrid, 1989.

En esta entrada nos vamos a centrar exclusivamente en la figura druídica de los maestros de tradición, para lo cual, ya nos encontremos ante historiadores, jueces o poetas, habremos de tratarlos a todos por igual, con independencia del nombre de su especialidad. De hecho, son los propios manuscritos irlandeses los que dan cuenta de un nombre específico para todos ellos, fili (filid en plural), el cual, tras la irrupción del cristianismo en la isla, terminó por adueñarse del campo semántico que había poseído el término druí (druida), utilizado hasta entonces para designar al conjunto de la clase intelectual. Por lo tanto, es en la labor de estos filid, en tanto que grupo institucional heredero y equivalente del de los druidas célticos, donde debemos localizar los esfuerzos de la antigua comunidad irlandesa por preservar sus propias tradiciones orales.

La reina Medb con uno de sus druidas. Ilustración de Stephen Reid incluida en el libro de Thomas W. Rolleston Myths and legends of the Celtic race, de 1911.

Al igual que los seanchaithe de la Irlanda contemporánea, entre los antiguos celtas de las Islas Británicas existía un grupo de individuos pertenecientes a la clase privilegiada que, a falta de escritura, se dedicó a la difícil tarea de memorizar las tradiciones de su comunidad para poder narrarlas posteriormente cuando así se lo reclamara su pueblo durante las festividades más relevantes o en cualquier otro momento que se creyera oportuno. Sin ir más lejos, en la cuarta rama de los relatos galeses conocidos como Mabinogion podemos localizar una de estas situaciones especiales en las que el recitado de la tradición oral de un pueblo ocupa el centro de atención durante una reunión. Se trata de la pieza titulada Math, hijo de Mathonwy, en uno de cuyos episodios se describe la llegada del gran hechicero Gwydyon, acompañado por un grupo de bardos, a la corte de Pryderi, señor de la región suroccidental de la actual Gales:
«Les recibieron bien. Aquella noche, Gwydyon se sentó a un lado de Pryderi.
Mucho nos alegraría oír un relato a alguno de aquellos jóvenes dijo Pryderi.
Señor respondió Gwydyon, es una costumbre entre nosotros que la primera noche en que nos encontramos junto a un gran hombre, el Pennkerdd (jefe de bardos) tome la palabra. Te relataré con mucho gusto un cuento.
Gwydyon era el mejor narrador de cuentos del mundo. Y aquella noche distrajo a la corte con agradables cuentos y relatos».
Mabinogion, introducción, traducción y notas de Victoria Cirlot, Promociones y Publicaciones Universitarias, Barcelona, 1986.

Por supuesto, los ejemplos que pueden ser citados no se limitan exclusivamente a la primera literatura galesa. También Irlanda recoge en sus manuscritos buen número de ellos, entre los que cabe destacar, por paradigmático, aquel en el que el fili Forgoll, durante todo un invierno, desde el 1º de noviembre al 1º de mayo, recita a su anfitrión, el rey Mongán del Ulster, una historia diferente cada noche:
«Durante su reinado, Mongán residía en Ráith Móir Maige Lini. Hasta él llegó Forgoll, el fili. [...] Cada noche el fili recitaba una historia [scél] a Mongán. Tan grande era su conocimiento que así estuvieron desde shamuin a béltaine».
Aunque pueda parecer inverosímil, esta misma situación, según la cual los antiguos maestros de tradición eran capaces de regalar a su auditorio un relato distinto cada noche durante largos períodos de tiempo, no debe ser juzgada como ficticia, pues, de hecho, tal y como nos recuerdan Alwyn y Brinley Rees, a lo largo de sus investigaciones sobre el folklore de la población irlandesa de la primera mitad del siglo XX, James H. Delargy logró encontrar al menos un caso idéntico al referido en el antiguo relato legendario sobre la vida del rey Mongán.

Alwyn Rees y Brinley Rees, Celtic heritage. Ancient tradition in Ireland and Wales, Thames and Hudson, Londres, 1998.

Por lo demás, ya César, allá por el siglo I a. C., había constatado entre los galos la costumbre de confiar a la memoria sus propias tradiciones:
«Se dice que aprenden allí [entre los druidas] gran número de versos. Y así, algunos permanecen en la instrucción veinte años».
Por otro lado, es también el procónsul romano el primero en advertir que los celtas, aunque conocían y empleaban la escritura en ciertas ocasiones, debido a algún interdicto de sus druidas no desearon poner por escrito su propia literatura de tradición oral:
«Y no estiman que sea lícito encomendar estas cosas a las letras [neque fas esse existimant ea litteris mandare], aunque usan de las letras griegas en casi todas las restantes cosas, en los asuntos públicos y privados. Me parecen haber instituido esto por dos causas, porque ni quieren que su doctrina [disciplinam] se extienda al vulgo, ni que los que aprenden, confiados en las letras [litteris] (los escritos), cultiven menos la memoria; lo cual sucede casi a la mayoría, que descuidan la diligencia en aprender bien y la memoria con ayuda de las letras [praesidio litterarum]».
Julio César, Guerra de las Galias, traducción de Vicente García Yebra e Hipólito Escolar, 3 volúmenes, Gredos, Madrid, 2002 (libros I-III), 2001 (libros IV-VI) y 2001 (libro VII).

Como muestra el comentario de César, el problema de la conveniencia o inconveniencia de la escritura no fue desconocido por el mundo grecorromano. Una de las manifestaciones más bellas realizadas durante la Antigüedad en torno a esta cuestión puede ser localizada en el Fedro de Platón, diálogo de madurez en el que Sócrates, preocupado por las posibilidades dialógicas del lenguaje escrito, viene a desestimar los discursos redactados con tinta, incapaces de defenderse a sí mismos, en favor de aquellos otros que se escriben en el alma del que escucha:
«Así, pues, tanto el que deja escrito un manual, como el que lo recibe, en la idea de que de las letras derivará algo cierto y permanente, está probablemente lleno de gran ingenuidad [...] al creer que las palabras escritas son capaces de algo más que de hacer recordar a quien conoce el tema sobre el que versa lo escrito. [...] Pues eso es, Fedro, lo terrible que tiene la escritura [graphé] y que es en verdad igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero si se les pregunta algo, se callan con gran solemnidad. Lo mismo que les pasa a las palabras escritas [lógoi]. Se creería que hablan como si pensaran [légein], pero si se les pregunta con el afán de informarse sobre algo de lo dicho, expresan tan sólo una cosa que siempre es la misma».
Nos centraremos a continuación en el papel desempeñado por la oralidad en el devenir de las costumbres y tradiciones de los pueblos ágrafos de la Antigüedad y concretamente en el de la población de la Irlanda pagana. ¿Cuál fue su principal función entre los irlandeses? ¿Qué fue lo que hizo de la oralidad el instrumento de poder de la clase intelectual druídica?

Bajo relieve en el que se representa al dios Ogmios, en el que los autores clásicos reconocieron al Hércules galo. Museo Granet, Aix-en-Provence.

Con objeto de ilustrar esta cuestión, el estatuto que los celtas asignaron a la palabra oral puede ser apreciado de manera inmejorable en la descripción de una de las divinidades galas realizada en el siglo II d. C. por el filósofo escéptico Luciano de Samosata. El dios en cuestión no es otro que Ogmios, el cual puede ser identificado con el Ogma de los irlandeses. Según la descripción del autor griego, el cual, debido a la piel de león y la clava que porta el dios, reconoció en él a Heracles, no cabe duda de que Ogmios-Ogma se encuentra estrechamente relacionado con el poder seductor de la elocuencia: 
«A Heracles los celtas lo llaman Ogmio, usando una voz del país, y la imagen del dios la pintan muy rara. Para ellos es un viejo en las últimas, calvo por delante, enteramente canoso en los pelos que le quedan, llena su piel de arrugas y tostada hasta la completa negrura, como los viejos lobos de mar. Antes lo tomarías por un Caronte o un Japeto del Tártaro que por Heracles. Pero a pesar de sus trazas, tiene la indumentaria de Heracles: lleva ceñida la piel de león, tiene la maza en la diestra, porta el carcaj en bandolera y su mano izquierda muestra el arco tenso [...]. Pero aún no he dicho lo más sorprendente de su imagen. Ese Heracles viejo arrastra una enorme masa de hombres, atados todos de las orejas. Sus lazos son finas cadenas de oro y ámbar, artísticas, semejantes a los más bellos collares. Y, pese a ir conducidos por elementos tan débiles, no intentan la huida que lograrían fácilmente, ni siquiera resisten o hacen fuerza con los pies, revolviéndose en sentido contrario al de la marcha, sino que prosiguen serenos y contentos, vitoreando a su guía, apresurándose todos con la cadena tensa al querer adelantarse; al parecer, se ofenderían si se los soltara. Pero lo que me resultó más extraño de todo no vacilaré en relatarlo: no teniendo el pintor punto al que ligar los extremos de las cadenas, pues en la diestra llevaba ya la maza y en la izquierda tenía el arco, perforó la punta de la lengua del dios y representó a todos arrastrando desde ella, ya que se vuelve sonriendo a sus prisioneros».
Es evidente que Luciano de Samosata no comprendió en un primer momento el alcance mítico de la imagen del dios Ogmios, pues, como él mismo confiesa, quedó confundido ante la inusual ubicación de las conexiones que, bajo la forma de finas cadenas, conectaban la lengua del dios con las orejas de sus cautivos. Lo cierto es que no podemos reprenderle por ello, pues mientras que los griegos habían dejado atrás la oralidad hacía siglos, entre los celtas, en cambio, ésta se encontraba todavía perfectamente activa y operante. Como consecuencia, bajo ningún concepto debemos buscar en Ogmios el tipo de dios-héroe que representa Hércules. Al contrario, más allá de la clava y la piel de león, la fuerza que exhibe el dios no es física, sino intelectual, pues el dios céltico que aparece descrito en el texto de Luciano no es otro que el de la elocuencia; circunstancia ésta por la que se lo representa en edad tan avanzada, a la manera de los ancianos y druidas que habían dedicado sus vidas al estudio y la instrucción. Por lo tanto, es el poder de la palabra lo que subyace a la imagen mítica del dios, un poder que sólo puede manifestarse de esta manera en poblaciones donde la oralidad, a través de la memoria de los maestros de verdad y de tradición, es el medio de preservación de la cultura.

Thomas W. Rolleston, Myths and legends of the Celtic race, con 46 ilustraciones a toda página, George G. Harrap & Company Ltd., Londres, 1927.

Una vez mostrado el vínculo que une la palabra con las formas orales que dominan la cultura y el pensamiento de los pueblos iletrados, cabe ahora preguntarnos por otro tipo de relación no menos importante, la cual puede ser localizada en el binomio que a continuación nos proponemos estudiar, a saber, el formado por la tradición oral y el pensamiento mítico. Pues, el pensamiento específico de las sociedades ágrafas se encuentra profundamente estructurado en función de las posibilidades que le ofrece la oralidad como soporte.

Tal y como ha sido expresado por Eric A. Havelock en su obra ya clásica La musa aprender a escribir, en poblaciones como la griega de la Época Oscura o la irlandesa pagana, la oralidad fue «el instrumento que servía para establecer una tradición cultural». De hecho, continúa aquél, no puede negarse que en estos grupos humanos el lenguaje oral, «lo que dice y la manera de decirlo, conforma él mismo la tradición que guía la conducta social». Ahora bien, más allá de la equivalencia en estas sociedades entre tradición y oralidad, la sola presencia de esta última como medio acústico de almacenamiento y transmisión cultural hubo de preformar la manera según la cual estos pueblos fueron capaces de aprehender su entorno entregándolo a un tipo de pensamiento que hemos de reconocer como mítico. En éste, el lenguaje abstracto al que conduce la alfabetización no se encuentra presente; no, al menos, como lo concebimos en nuestra cultura. Por ello, en lugar de las fórmulas abstractas que prescriben en las sociedades alfabetizadas el comportamiento a seguir, en las culturas iletradas son los casos concretos que representa el mito los que sirven de modelo de comportamiento para la población.

Eric A. Havelock, La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, Paidós, Barcelona, 1996.

Dicho esto, tan sólo nos queda una última cuestión por tratar, la cual no se halla muy alejada de la que ya hemos mencionado en el párrafo anterior. Se trata en este caso de dilucidar hasta qué punto el examen de los mitos orales irlandeses puede dar cuenta de los patrones y modelos sociales vigentes entre los habitantes de la isla. Es decir, ¿son los mitos irlandeses, bajo la forma que han llegado hasta nosotros, susceptibles de reflejar la organización social y las creencias religiosas de la Irlanda pagana? Como vamos a ver a continuación, no es ésta una tarea sencilla, pues entre nosotros y el entorno de realidades que queremos desentramar se interponen no menos de dos problemáticas diferentes.

Por un lado, lo que las leyendas y relatos orales de los irlandeses vienen a mostrarnos de su pasado pagano, lejos de ser el reflejo directo de una realidad social, corresponde en muchos aspectos al intento por parte de los amanuenses que los pusieron por escrito de recrear un marco social y material que hacía ya tiempo había dejado de existir. Es cierto que las costumbres y tradiciones célticas que sobrevivieron al tránsito que condujo a Irlanda desde la Edad del Hierro hasta la Edad Media han sido atestiguadas por la arqueología como numerosas, sin embargo, todo parece indicar que en este proceso muchas otras hubieron de perderse. Por ello, a pesar de que los relatos de que disponemos dan cuenta en no pocas ocasiones de las formas de vida propias de la Edad del Hierro, el retrato de la sociedad que en ellos aparece corresponde en esencia con el de la Irlanda de los primeros tiempos del cristianismo (siglos V-VIII d. C.).

Aspects of the Táin, con ensayos de Patricia Kelly, J. P. Mallory y Ruairí Ó hUiginn, December Publications, Belfast, 1992.

Por otra parte, como ya mostrara Claude Lévi-Strauss en su Antropología estructural dos, los relatos míticos pertenecientes a tradiciones orales, incluso aquellos que los antropólogos recogen de primera mano, no siempre responden fielmente a la realidad del grupo social que los crea. «La relación del mito con lo dado es segura», escribe aquél, «pero no en forma de re-presentación. Es de naturaleza dialéctica, y las instituciones descritas en los mitos pueden ser inversas de las instituciones reales»; lo que aplicado a nuestro análisis viene a suponer que las costumbres y tradiciones que aparecen en los diferentes mitos irlandeses no tienen por qué corresponder con modelos de comportamiento a seguir, sino con verdades negativas, esto es, con contramodelos susceptibles de ser evitados por la población.

Claude Lévi-Strauss, Antropología estructural dos, Siglo XXI, México D. F., 2004.

Ahora bien, habida cuenta del objeto concreto de nuestro estudio, ninguna de estas dos problemáticas puede impedirnos completamente el acceso a las formas míticas del antiguo pensamiento irlandés, pues, como apunta Lévi-Strauss, si bien hemos de evitar buscar en los mitos el fiel reflejo de la realidad etnográfica a la que pertenecen o a la que se retrotraen, a través del estudio y el análisis de las composiciones de tradición oral nos es perfectamente posible acceder a las categorías inconscientes del pensamiento mítico que hubo de crearlas; categorías que difícilmente pueden aparecer disfrazadas y cuya pervivencia a lo largo de los tiempos se ve favorecida por su propia naturaleza oral e inconsciente.

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