El "lockout" de Dublín 110 años después: suplicio por hambre como microfísica capitalista del poder

EL LOCKOUT DE DUBLÍN 110 AÑOS DESPUÉS: SUPLICIO POR HAMBRE COMO MICROFÍSICA CAPITALISTA DEL PODER
Raúl Garrobo Robles


El presente texto fue publicado en el número 190 de la revista Viento Sur (octubre de 2023) y puede ser consultado en el siguiente enlace:


EL LOCKOUT DE DUBLÍN 110 AÑOS DESPUÉS: SUPLICIO POR HAMBRE COMO MICROFÍSICA CAPITALISTA DEL PODER
«Quien desafía a los remordimientos, no tarda en desafiar a los suplicios».
(Rousseau, 1985: 20).
La voz inglesa lockout designa el proceso por el que un empresario o una patronal clausura temporalmente ―de forma parcial o íntegra― un negocio, una fábrica o un sector de la producción impidiendo que los trabajadores puedan acceder a sus puestos de trabajo para desarrollar su labor. Como tal, todo lockout o cierre patronal supone el ejercicio de una determinada pragmática del poder por parte del capital sobre las clases trabajadoras, respondiendo así a una finalidad muy concreta: el aleccionamiento de los asalariados con vistas a la preservación de los privilegios de clase.

Tal fue lo que sucedió en Dublín durante casi cinco largos meses, desde el 3 de septiembre del año 1913 ―desde el 26 de agosto, si damos inicio al cómputo a partir de la huelga previa de los conductores de tranvías― hasta el 18 de enero de 1914. Tanto por su duración como por el número de trabajadores involucrados ―25.000 fueron separados de sus puestos, lo que terminó afectando a otras 25.000 personas que dependían de ellos (O’Beirne Ranelagh, 1999: 161-162)―, el conflicto laboral entre la Federación de Empresarios de Dublín y los asalariados vinculados al Sindicato Irlandés de Empleados del Transporte y Trabajadores no Cualificados (Irish Transport and General Workers’ Union)― debe ser reconocido como la mayor confrontación entre obreros y patronos a la que Europa había asistido hasta la fecha (Ellis, 2013: 281), por encima incluso del lockout de 1905 en San Petersburgo, por el que unos 50.000 obreros fueron lanzados a la calle por espacio de un mes (Luxemburg, 2015: 54).

Número 190 de la revista Viento Sur, publicado en octubre de 2023.

Trascendiendo sus fronteras culturales nativas, el pulso por la hegemonía sobre la dirección de la fuerza de trabajo revelado durante este cierre patronal atrajo también la atención de intelectuales del movimiento obrero, como Lenin, para quien los sucesos acontecidos en Dublín durante el mes de agosto de 1913 le sirvieron de simulacro intelectual en sus aspiraciones revolucionarias, tal y como lo expresó en varios de sus artículos del Severnaya Pravda de septiembre de 1913 (Ellis, 1981: 33-38; Ellis, 2013: 284, 298-299 y 301).

En definitiva, creemos que el cierre patronal de Dublín aún puede iluminarnos, 110 años después, a propósito de la pragmática del poder ejercida por el capitalismo antes y después de la época dorada del sindicalismo europeo. En Irlanda, esta Edad de Oro se inició a finales del siglo XIX, se afianzó con el Larkinismo de comienzos del siglo siguiente y eclosionó finalmente en forma de poderosa toma de conciencia a través de la querella obrera de los años 1913 y 1914 contra la patronal dublinesa (O’Connor, 1992: 46-47 y 67; McNulty, 2022: 234).

Delia Larkin (primera fila, en el centro) hermana de James Larkin junto a trabajadoras y trabajadores del periódico obrero Irish Worker en las escaleras de acceso al edificio Liberty Hall de Dublín, sede del Sindicato Irlandés de Empleados del Transporte y Trabajadores no Cualificados.

Es un lugar común presentar el lockout de Dublín como el antecedente inmediato y directo del Alzamiento de Pascua de 1916 (Yeates, 2013: x), por el que la maquinaria histórica del nacionalismo se puso en marcha conduciendo en un breve lapso ―aunque no sin grandes sacrificios― hacia el Estado Libre de 1922. Sorprende, sin embargo, el conocimiento superficial que se tiene del lockout de 1913 si se lo compara con el más frecuentado Alzamiento de Pascua o con la Guerra Angloirlandesa (1919-1921) que sucedió a este último. En esta misma línea, los nombres de los promotores y protagonistas de los acontecimientos de 1916 y 1919-1921, a saber, los de Patrick Pearse, James Connolly, Éamon de Valera y Michael Collins, resuenan frecuentemente por encima del de James Larkin, fundador del sindicato irlandés de transportistas y responsable directo, junto con el empresario William Martin Murphy, del conflicto contra la patronal de 1913.

Asimismo, como medida de su penetración en el imaginario colectivo de nuestro tiempo, mencionaremos que existen solventes representaciones fílmicas acerca de los acontecimientos que se produjeron en Irlanda desde 1916, como la adaptación cinematográfica de la obra teatral de Sean O’Casey El arado y las estrellas (1936) ―dirigida por John Ford―, la mundialmente conocida Michael Collins (1996) ―de Neil Jordan― o la excelente El viento que agita la cebada (2006) ―del realizador Ken Loach―. En cambio, acerca de la querella laboral de 1913 contra la patronal dublinesa y a propósito de la figura de James Larkin, el séptimo arte guarda silencio. Tan sólo las piezas teatrales de Sean O’Casey La estrella se vuelve roja (1940) y Rosas rojas para mí (1943) ―traducida al castellano por Alfonso Sastre y protagonizada por Carlos Larrañaga para su estreno en Madrid―, tienen como telón de fondo el conflicto laboral en torno al cierre patronal de 1913.

Sean O’Casey, Rosas rojas para mí, Escelicer, Madrid, 1969.

En tiempos de reactivación del desplazamiento semiológico por el que las fuerzas culturalmente hegemónicas han venido sustituyendo paulatinamente la noción de libertad entendida como emancipación económica por una concepción de la libertad como mera proyección de los deseos, intentar recuperar la trascendencia histórica del lockout dublinés de 1913, aun por medio de un pequeño texto como el nuestro, habría de colaborar en la restitución de las luchas obreras al lugar prioritario que un día tuvieron en la historia.

Como ya hemos anticipado, el protagonista de la confrontación de 1913 contra la patronal fue el Sindicato Irlandés de Empleados del Transporte y Trabajadores no Cualificados, esto es, el ITGWU, según sus siglas en inglés. Este había sido fundado por el sindicalista de ascendencia irlandesa James Larkin en 1909, con sede en el edificio Liberty Hall de Dublín. Big Jim, como sería conocido debido a su corpulencia, había arribado a Belfast en 1907 en calidad de Organizador General del Sindicato Nacional de Estibadores (National Union of Dock Labourers), comúnmente conocido como NUDL. Este tenía su sede en Liverpool, donde James Larkin se había forjado como capataz en los muelles y había dado sus primeros pasos en el sindicalismo. A través de una pragmática de la actividad sindical entendida como lucha y no tanto como protesta, pronto comenzó Larkin a cosechar sus primeros éxitos en Irlanda. El impulso que el Larkinismo transmitió al movimiento obrero organizado permitió conquistar sobre el terreno el derecho básico de asociación en las tres principales ciudades portuarias de la isla ―Belfast, Dublín y Cork― entre los años 1907 y 1909. Los conflictos laborales en los muelles y calles de estas ciudades surgían a menudo de forma espontánea y eran rápidamente canalizados por Larkin y sus hombres de confianza ―William O’Brien, Patrick Thomas Daly, William Patrick Partridge, Thomas Lawlor, etc.― provocando entre los trabajadores respuestas directas e inmediatas, pero no por ello caóticas o desorganizadas, para las que los empresarios y las autoridades policiales no disponían de tiempo ni de recursos suficientes como para contrarrestarlas. Sin embargo, sus métodos combativos ―la huelga solidaria, el uso de piquetes y las acciones sindicales directas― no eran del agrado del Secretario General del NUDL, James Sexton, quien se mostraba reacio a trasladar la lucha de clases al terreno del sindicalismo. Por ello, cuando llegó el momento crucial, este retiró el apoyo económico por el que la huelga de finales de 1908 se sostenía en Dublín e, inmediatamente, suspendió a Larkin como Organizador General del Sindicato Nacional de Estibadores. Fue entonces cuando este tomó la resolución de fundar el Sindicato Irlandés de Empleados del Transporte y Trabajadores no Cualificados (Larkin, 1989: 17-62; McNulty, 2022: 234-238).

James Larkin (c. 1910).

El ITGWU arrancó a comienzos de enero de 1909. Por iniciativa de su fundador, quien asumió la tarea de concederle una proyección que lo condujera más allá del sindicalismo despolitizado que James Sexton había trazado para el NUDL, el programa del Sindicato Irlandés de Empleados del Transporte y no Cualificados abogaba tanto por la acción económica como por la transformación política, lo que lo convertiría en un sindicato de clase esencialmente revolucionario, en la línea de como Rosa Luxemburg había proyectado el sindicalismo en su obra de 1906 Huelga de masas, partido y sindicatos (Luxemburg, 2015: 95). Entre sus objetivos económicos, el ITGWU apostaba por la acción combinada y la huelga solidaria como instrumentos para obtener mejoras en las condiciones laborales e incrementar los salarios, mientras que, en sus aspiraciones políticas, Larkin apuntaba hacia la obtención de la jornada laboral de ocho horas, el reparto del trabajo, pensiones a partir de los 60 años, pero, también, el sufragio universal, la nacionalización de los canales, de las líneas de ferrocarril y de todas las infraestructuras de transporte e, incluso, la creación de una república irlandesa donde la tierra de la isla le perteneciera al pueblo (Larkin, 1989: 62-63). Esta plétora plasmada en el programa del sindicato pronto se vería enriquecida en julio de 1910 con la incorporación a sus filas del sindicalista de ascendencia irlandesa James Connolly, quien había pasado los últimos siete años de su vida en Norteamérica ejerciendo como responsable sindical de una de las ramificaciones del IWW ―el sindicato de los Trabajadores Industriales del Mundo (Industrial Workers of the World)―. Con él a bordo del proyecto, se afinaban las condiciones para la contienda económica contra las patronales, lo que aproximaba el día en el que los intereses del magnate empresarial William Martin Murphy y los del ITGWU chocarían frontalmente.

Liam McNulty, James Connolly. Socialist, nationalist & internationalist, Merlin Press, Londres, 2022.

En agosto de 1913, el presidente de la Compañía de Tranvías Unidos de Dublín (Dublin United Tramways Company) era William Martin Murphy. Este había sido miembro del Parlamento Británico en representación de Irlanda desde 1885 hasta 1892. Aparte de sus acciones en la Compañía de Tranvías, controlaba el periódico irlandés más importante, la mayor firma de grandes almacenes y uno de los más prestigiosos hoteles de la capital. Su persona representaba lo más parecido a un multimillonario que Irlanda se podía permitir, una suerte de Ciudadano Kane hibérnico. Como presidente de la Compañía de Tranvías de Dublín, Murphy ejercía un férreo control sobre los asalariados, generando con ello un enorme descontento entre los trabajadores. Sin embargo, por ser sus intereses y participaciones empresariales numerosas y variadas, enfrentarse a él a través de la huelga solidaria comportaba grandes riesgos. Además, con vistas a una posible confrontación con los sindicatos, William Martin Murphy había dispuesto un sistema de empleo y reemplazo de los conductores de tranvías por el que se venían a anular en buena medida las acciones que Larkin y el ITGWU podían tomar contra la compañía. Esta disponía de dos categorías de conductores: los permanentes y los temporales. Cuando uno de los conductores permanentes cometía una infracción ―como no acudir a su puesto de trabajo o llegar tarde―, existía la posibilidad de que fuera relegado a la categoría de los temporales y sustituido por el primero disponible de esta última lista. Es más, si la compañía sospechaba que uno de sus conductores colaboraba con el Larkinismo, este era automáticamente despedido y reemplazo por alguno de los temporales. Semejante sistema despertaba el temor atávico de todo asalariado irlandés a perder su empleo, lo que, a su vez, jugaba una poderosa baza que desincentivaba las posibles resoluciones a adoptar por el ITGWU contra la Compañía de Tranvías de Dublín (Larkin, 1989: 118-119).

William Martin Murphy (1844-1919).

Si cabía alguna duda, William Martin Murphy desempeñaba para el capitalismo irlandés de la época la función de intelectual orgánico y dirigente de primer orden. Según las reflexiones de Antonio Gramsci desplegadas en torno a La formación de los intelectuales (1932), estos no configuran un grupo social autónomo e independiente. Antes bien, cada grupo social tiene su propia categoría especializada de intelectuales, lo que convierte a los empresarios en intelectuales orgánicos inversamente equiparables a los líderes sindicales y revolucionarios de la clase antagónica. Para Gramsci, el intelectual orgánico es aquel que, de conformidad con su función en el entramado social global, actúa con el propósito velado o consciente de generar las condiciones más favorables para la expansión de su propia clase. Así, pues, por su misma posición social dominante como agente cultural hegemónico, el empresario capitalista es un dirigente de masas, esto es, un intelectual orgánico dirigente (Fernández Buey, 2023: 154-164).

Antonio Gramsci. Para la reforma moral e intelectual. Antología, selección de Francisco Fernández Buey, Catarata, Madrid, 2023.

Hasta donde sabemos, William Martin Murphy no se había adentrado en el mundo de la dirección empresarial para amasar una fortuna (Larkin, 1989: 120). Sus motivaciones eran menos prosaicas y más profundas; eran motivaciones de clase. En 1911, tras la primera gran oleada de huelgas solidarias promovidas por James Larkin, Murphy y otros empresarios de Dublín adoptaron la resolución de crear una patronal con la que poder hacer frente, como representantes de la clase poseedora, a los embates del Larkinismo. Nacía así la Federación de Empresarios de Dublín (Employers’ Federation Ltd.). Sin embargo, mientras que otros propietarios, cuando entraban en conflicto con el ITGWU, sabían reconocer el punto en el que sus intereses generales de clase chocaban con sus intereses económicos particulares, William Martin Murphy no estaba dispuesto a negociar con sindicatos, aun cuando su obstinación generara pérdidas para el conjunto de sus negocios. Lo que su fanatismo de clase le exigía era la completa capitulación de sus antagonistas, para lo cual, aunque dispuesto a doblegar con la porra los cuerpos de los trabajadores y los de sus familias, su instrumento predilecto de coacción no eran los golpes, sino el hambre. William Martin Murphy ―sí― era para el capitalismo irlandés de su época un intelectual orgánico aventajado.

«William "Murder" Murphy’s Dream of Conquest». Caricatura satírica de Ernst Kavanagh, ilustrador del Irish Worker.

La confrontación comenzó el 26 de agosto de 2013 a las diez menos veinte de la mañana. Cerca de 700 conductores se apearon de sus tranvías, abandonándolos allí donde se encontraban en ese momento. De los 1.700 conductores que conformaban la plantilla, sólo estos 700 estaban afiliados al sindicato. Sin duda, el sistema de empleo y reemplazo ideado por William Martin Murphy había disuadido a otros muchos. James Larkin esperaba poder paralizar el resto de los tranvías gracias a sus piquetes, pero la intervención de las autoridades policiales lo impidió y el servicio fue restaurado finalmente en su práctica totalidad. Tres días después, el 29 de agosto, Murphy se reunió con el gabinete de la Federación de Empresarios de Dublín. El 3 de septiembre, finalmente, tras dos reuniones previas de la patronal, 400 empresarios consintieron impedir la reincorporación a sus puestos de trabajo de todos aquellos asalariados afiliados al ITGWU. Un día antes, el 2 de septiembre, la patronal del carbón ya lo había hecho con sus empleados. Para el 4 del mes en curso, el número de trabajadores afectados ascendía a 20.000. Conductores de tranvía, estibadores, carreteros, carboneros y otros tantos colectivos se vieron afectados por el cierre patronal. A estos se unirían otros 3.000 trabajadores más desde el 9 de septiembre, todos ellos pertenecientes al sector de la construcción. El día 12 le tocó el turno a 1.000 jornaleros agrícolas y el 22 de septiembre, a otros 1.000 más, esta vez entre los asalariados de las factorías cementeras y madereras. En total, 25.000 obreros afiliados al Sindicato Irlandés de Empleados del Transporte y Trabajadores no Cualificados, a quienes se exigió, como condición para su reincorporación laboral, que firmaran un documento por el que se comprometieran a renunciar al ITGWU como instrumento de sus demandas (Larkin, 1989: 121-122).

Emmet Larkin, James Larkin. Irish labour leader, 1876-1947, Pluto Press, Londres, 1989.

William Martin Murphy estaba decidido a acabar con el movimiento obrero organizado aleccionando a los trabajadores que lo apoyaban de manera que jamás lo hubieran de olvidar. Como hemos dicho, 25.000 asalariados de los que dependían otras 25.000 personas fueron separados de sus empleos durante cuatro meses y medio, casi cinco. El propósito inmediato que Murphy perseguía, tal y como él mismo lo expresara, pasaba por obligar a los obreros a claudicar por medio del hambre (Ellis, 2013: 282). Era esta una palabra espantosa para un irlandés. Su sola mención bastaba para infundir temor y desaliento. Las hambrunas que habían azotado la isla durante los siglos XVIII y XIX habían hecho auténticos estragos entre la población irlandesa. La Gran Hambruna de mediados del XIX, inducida en Irlanda por la política de no intervencionismo del Reino Unido y exacerbada por las penosas condiciones de subsistencia a las que los hacendados angloirlandeses habían arrojado a los aparceros que arrendaban sus tierras, había acabado con la vida de más de un millón de irlandeses y había obligado a emigrar a otro millón y medio. El hambre era un asunto muy serio en Irlanda; serio y turbio (Gallagher, 1982).

Thomas Gallagher, Hambre en Irlanda: la elegía de Paddy, Langre, San Lorenzo de El Escorial, 2007.

Por otro lado, Dublín era en 1913 una de las ciudades del mundo con peores condiciones de vida para las clases populares. A pesar de haberse criado en los suburbios de Liverpool, cuando James Larkin arribó a la capital irlandesa en 1907 quedó profundamente impresionado por la expansión y la intensidad de la penuria que encontró a su paso. Caminar a lo largo de Gardiner Street desde los muelles en dirección a Mountjoy Square, uno cualquiera entre los numerosos barrios deprimidos de la ciudad, constituía un espectáculo desolador (Larkin, 1989: 41). En la esquina oriental de Mountjoy Square, precisamente, vivió 10 meses quien redacta ahora estas líneas. Eso fue a comienzos del siglo XXI, aunque todavía por aquellas fechas esta parte de la ciudad retenía en según qué tramos y entre según qué gentes las huellas de una miseria no del todo olvidada. Un siglo antes, a comienzos del XX, Dublín languidecía por el hambre y el desempleo hasta el extremo de que muchas de sus calles habían devenido en un infierno de degradación social. En una ciudad de 300.000 almas, cerca del 30% la habitaban en condiciones infrahumanas (Larkin, 1989: 41-48; Ellis, 2013: 267-268; Pons, 1999: 161-163). La presencia de cuerpos lacerados por la miseria era omnipresente. La descripción del aspecto de los personajes más humildes que intervienen en la obra teatral de Sean O’Casey Rosas rojas para mí ―Eada, Dympna, Finoola y los hombres que las acompañan (O’Casey, 1969: 25-26)― refleja la devastación física del cuerpo de muchos dublineses, que para el dramaturgo simboliza asimismo la indigencia del cuerpo de su ciudad natal. “¡Así es Dublín, este cielo de plomo y humo, y casas como tumbas! ¡Ah, el pobre cuerpo enfermo de Dublín!”, se lamenta Eada en el arranque del tercer acto, (ibid: 71). De hecho, los cuerpos de los trabajadores asalariados y los de sus familias constituían para las clases poseedoras el hábitat social sobre el que extender su dominio de clase. El hambre, tanto mejor que la espada o el cadalso, venía funcionando en Irlanda como microfísica del poder desde que los ingleses pusieran punto y final al orden social gaélico a través de las persecuciones y matanzas cromwellianas del siglo XVII y la institución de las anticatólicas Leyes Penales del XVIII. En el XIX y también a comienzos del XX, por medio de una modesta economía de gestos ―como el reparto del paro, prolongar las jornadas laborales descuidadamente, mantener los salarios por los suelos y un largo etcétera en el que debe incluirse, llegado el momento, el cierre patronal―, los empresarios atenazaban los cuerpos de sus subordinados de clase por medio de un hambre que para el inconsciente colectivo irlandés era ya ancestral. Se trataba este de un poder ejercido reglada y cotidianamente sobre los cuerpos, esto es, un suplicio en toda regla.

[Raúl Garrobo Robles en Dublín (invierno de 2002-03). Fotografía de Eva Matuszna].

En Vigilar y castigar (1975), Michel Foucault describe la forma en la que se explicita el poder durante los siglos XVII y XVIII como un ceremonial penal, un espectáculo de orden público, en el que se ejecutan, dosificándolas, toda una suerte de torturas y tormentos sobre el cuerpo de los condenados. Para que una pena pueda ser reconocida como suplicio ―apunta Foucault― debe cumplir tres requisitos: en primer lugar, debe producir cierta cantidad de sufrimiento, lo que hace de su ejercicio un arte cuantitativo del dolor; en segundo lugar, debe ser un proceso reglado en función de un saber-poder que conoce qué hacer, así como cuándo y por cuánto tiempo; finalmente, debe marcar al condenado para que toda la sociedad conozca su delito, debe imprimir sobre su cuerpo signos que delaten su crimen (Foucault, 2012: 43-44). Así entendido, por el hambre y el deterioro que ocasiona entre los trabajadores y sus familias, todo cierre patronal es un suplicio, con la salvedad de que con él el tormento no se produce a lo largo de una sesión o un día, sino de muchos. El suplicio producido por un cierre patronal como el de 1913 y 1914 en Dublín ―el más grande conflicto laboral que Europa había visto hasta la fecha― se inscribe, pues, en el orden de la microfísica del poder, por más que sus efectos sobre los cuerpos de los desgraciados a quienes se aplicó fueran tan devastadores como los ejercidos en los suplicios del Antiguo Régimen. En términos generales, el lockout y el suplicio por hambre que este conlleva serían, por lo tanto, una suerte de reliquia de tiempos pretéritos, un vestigio de las atrocidades a las que, sin remordimiento alguno, se entregaban las clases dominantes para preservar sus privilegios.

Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI / Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.

Desde que se declarara el cierre patronal, James Larkin organizó a los trabajadores para protestar y manifestarse en contra de la medida. A su vez, en connivencia con los cuerpos policiales, William Martin Murphy lanzó a sus matones contra los trabajadores, conformando así un contingente mixto volcado en sofocar las protestas. Se emitieron órdenes de arresto contra los líderes sindicales y se prohibieron mítines, aunque estos continuaron sucediéndose. Para eludir las órdenes de arresto que se habían lanzado contra él, Larkin se refugió en la casa que su amiga y simpatizante obrera, Constance Markievicz ―la Condesa Roja―, tenía en las afueras de Dublín. Vestido y caracterizado como un anciano, logró dar esquinazo a la policía que debía impedirle acudir al mitin de la calle Sackville ―O’Connell Street desde 1924― que había sido convocado para el día 31 de agosto. Una vez allí, se encaramó al balcón de uno de los hoteles contiguos al lugar en el que aquel iba a celebrarse y, ya sin disfraz, se dirigió a la multitud de trabajadores que se reunía a sus pies, quienes lo recibieron con entusiasmo y efusión. Tras acceder al balcón del hotel ―cuyo propietario, no por casualidad, era William Martin Murphy―, la policía apresó a Larkin y lo condujo a la cárcel. Fuera, la violencia de las cargas policiales causó auténticos estragos, haciendo que aquel día fuera conocido en lo sucesivo como el Domingo Sangriento, el primero de la historia de Irlanda de los que desde entonces sacudirían la sensibilidad de la opinión pública hasta fechas todavía recientes. Finalmente, gracias a la solidaridad de otras fuerzas sindicales, muchas de ellas emplazadas al otro lado del Mar de Irlanda, los obreros y sus familias lograrían mantenerse en la lucha durante casi cinco largos meses (Larkin, 1989: 123 y ss.; Ellis, 2013: 267-285; Pons, 1999: 172-179).

Carga policial contra los obreros congregados en la calle Sackville el 31 de agosto de 1913. La brutalidad con la que las autoridades actuaron ese día haría que se lo conociera como el Domingo Sangriento

Para la cultura gaélica ancestral, exponerse al hambre voluntariamente era un mecanismo de protesta recurrente frente a los abusos de los integrantes de la clase dirigente. Sentarse en el suelo, frente a la puerta del agraviante, y hacer público ayuno era la manera de protestar contra un abuso. Con el paso del tiempo, la huelga de hambre sería el antecedente inmediato de la protesta laboral entre los irlandeses ―así como de la nacionalista―. Llenar el estómago mientras los que te señalan convalecen por inanición era algo abiertamente inmoral. Para un irlandés al uso, no era relevante quién había dado inicio a la privación del demandante, si este, a través de la huelga, o el empresario, por medio del cierre patronal. Lo importante era la respuesta del patrono. Cuando William Martin Murphy obligó a 50.000 personas a pasar hambre desde finales del verano de 1913 hasta bien entrado el invierno de 1914, por mucho que finalmente triunfara en la pugna, todo Dublín ―y con él toda Irlanda― pudo asistir al más retorcido suplicio que las gentes de la isla habían experimentado desde tiempos de la Gran Hambruna. Desde ese momento, los irlandeses jamás volverían a concurrir con los brazos cruzados a ninguna muestra más de la epifanía del poder, ya tuviera esta su origen entre los hacendados y capitalistas afincados en Irlanda o en la infamia voraz de sus colonizadores al otro lado del Canal de San Jorge. Con ello se ponían las bases para la insurrección obrera y nacionalista que habría de estallar durante la Semana Santa de 1916, en cuyo frente, dispuesto para un nuevo sacrificio por el interés general de su clase, se alzaría el sindicalista, socialista revolucionario e intelectual orgánico James Connolly.

Lo que sigue, como suele decirse, es ya otra historia.

«William "Murder" Murphy’s Tramcars. Don’t Forget August 1913». Caricatura satírica de Ernst Kavanagh, ilustrador del Irish Worker.


BIBLIOGRAFÍA

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