La institución druídica: sabios, adivinos y poetas

LA INSTITUCIÓN DRUÍDICA: SABIOS, ADIVINOS Y POETAS
Raúl Garrobo Robles


El presente texto forma parte del ensayo El druida, el rey y la soberanía sagrada. Aspectos míticos del antiguo pensamiento céltico irlandés a través del espejo de la primera Grecia, que fue publicado por Eikasía. Revista de filosofía en su número 17 (Oviedo, 2008) y puede ser consultado en el siguiente enlace:


LA INSTITUCIÓN DRUÍDICA: SABIOS, ADIVINOS Y POETAS

Si hemos de seguir la opinión de Jean Markale, la institución druídica hubo de concernir «a todos los celtas sin excepción», tanto a los goidelos como a los bretones, constituyendo «uno de los cimientos de la unidad céltica». Para respaldar esta afirmación, los especialistas se sirven principalmente de los comentarios de Julio César, los cuales conforman una de las referencias más importantes en este respecto, sobre todo si tenemos en cuenta el hecho de que el procónsul romano llegó a conocer en profundidad a los galos. Debido a su utilidad, es nuestro propósito citar a continuación algunos de estos comentarios sobre la institución druídica que aparecen en la obra de César, para lo cual habremos de ignorar en esta ocasión, por irrelevantes, las acusaciones que puedan considerarlos como propaganda de utilidad política cuyo objetivo era justificar la ocupación de la Galia:
«[Los druidas] atienden el culto divino [rebus divinis intersunt], ofician en los sacrificios públicos y privados [sacrificia publica ac privata procurant], interpretan los misterios de la religión [religiones interpretantur]: a ellos acude gran número de adolescentes para instruirse, y les tienen mucho respeto. Pues ellos sentencian casi todas las controversias públicas y privadas y, si se comete algún delito, si ocurre alguna muerte, si hay algún pleito sobre herencias o linderos, ellos son los que deciden y determinan los premios y los castigos: si alguna persona, particular o pública, no se atiene a su fallo, la ponen en entredicho de los sacrificios. Este castigo es para ellos el más grave. [...] Al frente de todos estos druidas hay uno, que tiene entre ellos la autoridad suprema. Muerto éste, o bien le sucede otro que aventaje a los demás en prestigio o, si hay varios iguales, se hace la elección por votación de los druidas; en ocasiones, llegan a disputarse la primacía con las armas. En cierta época del año, se reúnen los druidas en un lugar sagrado [in loco consecrato] del país de los carnutes, considerado como el centro de toda la Galia. Aquí concurren de todas partes los que tienen pleitos, y se atienen a sus decretos y sentencias».
Jean Markale, Druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Taurus, Madrid, 1989.

Cierto es, no todos lo fragmentos que pueden ser extraídos de la obra de César son tan objetivos como éste, más ¿por qué habríamos de poner en duda la veracidad del aquí citado? ¿Dónde se encuentran en él los elementos etnocéntricos que pueden ser reconocidos como propaganda política anticéltica? No cabe, por lo tanto, poner en entredicho las buenas intenciones del procónsul romano; no, al menos, en esta ocasión. Asimismo, tampoco es posible acusarle de no haber comprendido correctamente el alcance de la institución que tuvo oportunidad de conocer, pues, más allá de la confianza que nos transmiten sus siete años de campaña en tierras célticas, al ser contrastada con el resto de los informes que poseemos sobre el druidismo, la descripción de César no puede sino aparecer como perfectamente fiable.

Una vez libres de toda sospecha, los comentarios del procónsul nos obligan a reconocer en el druidismo la columna vertebral de la antigua sociedad céltica. En efecto, no es difícil descubrir en los druidas a los auténticos guías e ideólogos de la población, siempre dispuestos a interceder en los asuntos tanto públicos como privados, ya fueran éstos de carácter práctico o contemplativo. De hecho, fue precisamente esta amplitud de sus ocupaciones la que llevó a sus vecinos grecorromanos a nombrarles como filósofos. Así lo hace, al menos, Cicerón, quien tuvo el honor de coincidir y conversar con uno de estos druidas galos:
«llegué a conocer personalmente al heduo Diviciaco [...], quien manifestaba conocer la ciencia de la naturaleza [naturae rationem], a la que los griegos llaman physiología».

Lo que no dista mucho de lo también expuesto por César:

«[Los druidas] disputan y enseñan a la juventud [disputant et iuventuti tradunt] muchas cosas acerca de los astros y del movimiento de ellos [de sideribus atque eorum motu], acerca de la magnitud del mundo y de las tierras [de mundi ac terrarum magnitudine], de la naturaleza de las cosas [de rerum natura], de la fuerza y poder de los dioses inmortales [de deorum immortalium vi ac potestate]».

Julio César, Guerra de las Galias, traducción de Vicente García Yebra e Hipólito Escolar, 3 volúmenes, Gredos, Madrid, 2002 (libros I-III), 2001 (libros IV-VI) y 2001 (libro VII).

En tal caso, según puede observarse en estas citas, cabe admitir la posibilidad de que la clase intelectual céltica conociera, no ya la astronomía, lo que es muy posible, sino, incluso, la filosofía natural o physiología, por lo que habrían alcanzado los cuatro primeros niveles de los cinco que, según Aristóteles, conformaban la antigua sabiduría. Mas, ¿hasta dónde hubieron de extenderse sus conocimientos?

Si seguimos las fuentes irlandesas, los filid o druidas formaban parte del grupo instruido conocido como áes dána, esto es, la «gente de dones especiales». Este grupo, al que ya nos hemos referido en otros textos como "clase intelectual", estaba formalmente integrado por todos aquellos que se habían entregado al estudio prolongado hasta alcanzar cualesquiera de las numerosas especialidades de la jerarquía druídica. Por ello, ya actuaran como médicos, juristas o historiadores de la tradición, ya como adivinos, poetas o artesanos de gran habilidad, no cabe duda de que los sacerdotes y filósofos pertenecientes al áes dána monopolizaban la totalidad de la vida intelectual irlandesa:
«soy fuerte [dice Sencha], soy listo [am trebar], soy noble [am án], soy diestro en las incursiones enemigas, soy consumado poeta [am ollam], soy sabio [am gáeth]. No soy olvidadizo. Converso con el rey. Estoy atento a sus palabras. Soy árbitro en los combates ante Conchobar, ante Conchobar victorioso en la batalla. Yo dicto la sentencia en el Ulad [concertaim bretha Ulad] sin mover a rebeldía a las partes»;
descripción ésta que, además de concordar perfectamente con lo expuesto por César en sus comentarios, viene a situar a los druidas a la misma altura que los sabios, magos y chamanes, todos ellos representantes de un tipo concreto de sabiduría que en Grecia hubo de ganarse la adhesión de figuras como Pitágoras o Empédocles y que Platón terminó por transponer al plano de la filosofía. Ahora bien, más allá de las diversas especializaciones que pueden ser constatadas entre los miembros de la clase intelectual céltica, en lo sucesivo es nuestro propósito centrarnos exclusivamente en las funciones druídicas de los dos grandes maestros de la palabra sagrada, a saber, el adivino y el poeta.

Eleanor Hull, Cuchulain. The Hound of Ulster, con 16 ilustraciones en color de Stephen Reid, George G. Harrap & Company, Londres, 1909.

Por lo que se refiere a las facultades adivinatorias de los celtas, en las fuentes grecorromanas pueden localizarse numerosas referencias que ponen de manifiesto el proceder mántico de los druidas. Cicerón, sin ir más lejos, no duda en señalar al druida heduo Diviciacos como intérprete de presagios a la manera del homérico Calcante:
«predecía [profitebatur] en parte a través de augurios [partim auguriis], y en parte a través de pronósticos [partim coniectura]lo que iba a pasar [quae essent futura]».
Sin embrago, es Diodoro de Sicilia, en un pasaje que suele atragantárseles a los especialistas más celtófilos, quien mejor viene a ilustrar el componente sagrado de la adivinación inductiva:
«Los galos [...] recurren a adivinos [mántesin], a los que consideran merecedores de gran reconocimiento; estos adivinos predicen el futuro mediante la observación del vuelo de los pájaros y el sacrificio de las víctimas, y todo el pueblo está atento a sus dictados. Observan una costumbre extraña e increíble, sobre todo cuando deben indagar respecto a algunos asuntos de importancia; en estos casos, en efecto, ofrecen en sacrificio la vida de un hombre, al que apuñalan con una daga en un lugar situado encima del diafragma, y cuando cae el hombre acuchillado, a partir de la observación de la caída, de la convulsión de los miembros, y también de la efusión de la sangre, los adivinos comprenden el futuro, fieles a una antigua práctica de observación de estos hechos usada durante muchos años».
Giuseppe Zecchini, Los druidas y la oposición de los celtas a Roma, Aldebarán, Madrid, 2002.

Más allá del rechazo que la lectura de este tipo de comentarios suele suscitar hoy en día, el sacrificio de seres humanos durante la Antigüedad, lejos de suponer una aberración, hubo de poseer un significado y una utilidad bien definidas. En el caso concreto de los celtas, el sacrificio no implicaba connotaciones sociales negativas. Al contrario, a través de la muerte ritual de la víctima, la cual no siempre era forzada a entregar su vida, el druida, en tanto que representante de la comunidad, entraba en contacto con el trasfondo sagrado de la realidad desde el cual extraía el conocimiento de lo trascendente. Este conocimiento era considerado de gran utilidad por la población, lo que, hasta cierto punto, viene a explicar la gran estima que el grupo social mostraba hacia sus druidas. Por otro lado, al entregar su vida como ofrenda, el así sacrificado pasaba a ser él mismo sagrado, pues no otro parece haber sido entre los indoeuropeos el significado del sacrificio, sino "hacer sagrado". Por todo ello, aunque actualmente pueda parecernos cruel, en tanto que proceder adivinatorio, el sacrificio céltico no puede entenderse independientemente del trasfondo sagrado que siempre hubo de rodear las intervenciones de los druidas permitiéndoles conocer, en último término, el grado de integración de la sociedad en la naturaleza.

Dejando a un lado los sacrificios, la literatura irlandesa medieval también abunda en pasajes donde los miembros de la clase intelectual druídica, a través de su visión mántica, emiten profecías que, tarde o temprano, terminan por cumplirse. Tal es el caso, por ejemplo, de la profecía que figura en el relato conocido como La embriaguez de los ulates, donde, por confusión de los escribas, se narra una cabalgata imposible que termina por conducir a los guerreros del Ulster, ebrios y extraviados, a la región suroccidental de la isla, poblada por sus rivales. Éstos, alarmados por la súbita aparición de los campeones del norte, no dudan en interrogar a un anciano ciego, el cual se muestra perfectamente capaz de recordar la antigua profecía druídica que largo atrás había previsto la llegada de los ulates junto con la manera más propicia para acabar con ellos.
 
La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, traducción de Juan Renales y Pilar Ortiz, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989.

Efectivamente, los pasajes como éste que pueden ser localizados en los manuscritos irlandeses son numerosos, sin embargo, más allá de su número y utilidad, es el examen del propio nombre de los druidas el que mejor nos puede indicar en este momento de la exposición la verdadera naturaleza de las facultades adivinatorias que, según las fuentes, hubieron de poseer los miembros de la clase intelectual céltica.

El vocablo goidélico empleado por los antiguos habitantes de la isla para nombrar a sus druidas suele aparecer en los manuscritos irlandeses bajo la forma druid (druí en singular). Ahora bien, si hemos de seguir a Jean Markale, esta forma (druí) proviene del antiguo céltico druwid, el cual «puede descomponerse fácilmente en dru-, prefijo aumentativo con sentido superlativo», «y en wid, término emparentado con la raíz indoeuropea del latín videre, "ver", y del griego idein, igualmente "ver" y "saber"». Por lo tanto, la naturaleza superior de la sabiduría druídica se encontraría justificada por la potencia de su visión intelectiva; la misma que hace de Cathbad uno de los más destacados druidas del Ulster, siempre dispuesto a revelar los designios que se ocultan tras lo cotidiano:
«Cathbad el druida se encontraba instruyendo a sus discípulos en el noreste de Emain [...]. Uno de ellos preguntó a su maestro qué agüero [shén] y augurio [solud] traía ese día, si bueno o malo. Entonces dijo Cathbad que un muchacho que tomara las armas (ese mismo día) sería noble y afamado, aunque de corta y pasajera vida»;
de ahí que Cú Chulainn, quien accidentalmente había oído las palabras de Cathbad, se dirigiera rápidamente al encuentro de su padre nutricio, el rey Conchobar, para recibir de él las armas y el carro propios de los guerreros irlandeses.

Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, editado junto con una traducción inglesa por Cecile O'Rahilly, Irish Texts Society, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1967.

Por lo demás, si en los manuscritos es la visión profética la que posibilita a los druidas como Cathbad el acceso a los designios ocultos, en otras ocasiones es el valor sagrado y asertórico de su palabra, sostenida por aquélla, la que les permite imponer los destinos. Así sucede, por ejemplo, en el famoso pasaje incluido en El robo del toro de Cooley en el que el gran héroe del Ulster, cuyo auténtico nombre es Sétanta, recibe su famoso apodo, Cú Chulainn ("Perro de Culann") de boca de Cathbad. Según cuenta el relato, Culann el herrero había invitado a Conchobar, el gran rey del Ulster, a un banquete que hubo de celebrarse en su hacienda. Ésta se encontraba protegida por un enorme perro cuyo cometido, aquella noche, no era otro que velar por la seguridad de los invitados, incluido Conchobar. Una vez que todos se encontraban en el interior de la casa, aparece el jóven Sétanta, quien había recibido permiso por parte del rey para asistir al banquete de su anfitrión. Cumpliendo con su cometido, el perro ataca al muchacho, por lo que éste no tiene más remedio que matarlo, provocando gran sorpresa entre los asistentes y una profunda aflicción en el herrero; circunstancia ésta que conduce a Sétanta a ofrecerse él mismo como guardián de las posesiones de Culann y ante la cual Cathbad no puede sino emitir el siguiente dictamen:
«Tu nombre será entonces Cú Chulainn (el Perro de Culann)».
Desde ese día, tal y como dijera el druida, el niño se convirtió en el gran defensor del Ulster, comportándose como su perro guardián, siempre dispuesto a darlo todo, incluso su vida, para salvaguardar la integridad de la provincia, aun cuando para ello tuviera que enfrentarse él solo contra todos los ejércitos de Irlanda.

El joven Sétanta se encomienda al herrero Culann tras matar a su perro (ilustración de Stephen Reid).

Por otro lado, el cual se encuentra en estrecha relación con el episodio que acabamos de resumir (esto es, con la capacidad de los druidas para fijar los destinos), entre los miembros de la clase intelectual irlandesa también nos es posible localizar a los encargados de administrar y dar a conocer a la población el aspecto negativo de lo sagrado. En efecto, todo lo que sabemos a propósito de los druidas parece indicarnos que eran ellos quienes prohibían el contacto con aquello que, de acuerdo con su visión profética, podía resultar fatal para un determinado individuo o para el conjunto de la comunidad. Es aquí, de hecho, donde debemos buscar el origen de los famosos interdictos y prohibiciones, conocidos como gessi, que pueblan las páginas de los manuscritos irlandeses. La manera de imponer estos interdictos consistía en proclamarlos verbalmente, lo que nos sitúa de nuevo ante el carácter sagrado y asertórico de la palabra. Además, si tenemos en cuenta que su transgresión traía la desgracia, es muy posible que estos tabúes terminaran apareciendo ante la comunidad como las condiciones necesarias para el mantenimiento del equilibrio que debía existir entre la sociedad humana y el trasfondo sagrado de la realidad cotidiana. Éste y no otro parece ser el significado de los extraños interdictos que figuran en el relato irlandés conocido como El ataque a la casa de huéspedes de Dá Derga. En éste, el reinado de Conaire mac Mess Buachalla sobre Tara aparece sujeto a no menos de siete gessi cuya transgresión por parte del rey le supone su propia perdición y la de su gente:
«No llegarás a Tara rodeándola por el sur ni a Bregia rodeándola por el norte. No deberás cazar las bestias salvajes de Cerna. No saldrás más allá de Tara cada novena noche. No dormirás en una casa donde el resplandor del hogar sea visible después de la puesta del sol [...]. Tres de rojo no irán delante de ti a la casa de otro de rojo. Ningún robo será cometido en tu reinado. Después de ocultarse el sol ninguna mujer u hombre entrará en la casa donde tú estés. No detendrás la disputa de dos de tus hombres».
Jean Markale, La epopeya celta en Irlanda, Júcar, Madrid, 1975.
 
En efecto, si la soberanía fue siempre para los celtas un asunto de índole sagrado donde se jugaba el porvenir y la prosperidad de todo el grupo humano, la naturaleza de las gessi impuestas sobre Conaire no podía sino indicar la brevedad y futilidad de su reinado.

Dejando a un lado la visión profética, el estatuto sagrado de la palabra, tal y como ha sido descrito, puede ser igualmente localizado entre los poetas y maestros de tradición vinculados a la clase intelectual druídica. En este respecto, la composición irlandesa conocida como El libro de las invasiones incorpora unos versos en los que su autor llega a nombrase a sí mismo como maestro de verdad a la manera de los antiguos poetas griegos:
«Yo soy Ua Floind, aquel que ha elegido llevar las verdades [fioru] hasta los reyes»;
es decir, aquel que comparte con los reyes la verdad (fír, fírinne) que reside en sus versos. La misma verdad que otro de los poetas que intervienen en la compilación dice poseer, sin mentira alguna, cuando recita la lista de los líderes goidélicos que arrebataron la isla de Irlanda a las tribus semidivinas conocidas como Túatha Dé Danann:
«la memoria [memra] de sus nombres retengo, sin mentira [gan iomarbá]».
Leabhar Ghabhála. El libro de las invasiones, traducción de Ramón Sainero, Akal, Madrid, 1988.

Por otro lado, como ya ocurriera en Grecia, los irlandeses también hubieron de soñar con realizar hazañas que pudieran ser narradas o cantadas por los poetas, adquiriendo de ese modo un renombre inmortal. Este mismo deseo, sin ir más lejos, puede ser constatado perfectamente en uno de los pasajes de El robo del toro de Cooley en el que Cú Chulainn, al día siguiente de haber sembrado el pánico y la destrucción entre las filas incursoras, decide salir bien temprano al campo de batalla para mostrarse ante los poetas enemigos, los cuales habrían de inmortalizarle en sus versos, libre del furor guerrero que deformara su aspecto la noche anterior:
«Por la mañana, Cú Chulainn salió a reconocer la hueste y mostrar así su grácil y bello aspecto a las mujeres, muchachas y damas, a los poetas [filedaib] y áes dána, pues no tenía por honorable ni por digna la terrible y mágica apariencia bajo la que se había mostrado la noche anterior».
Sin embargo, el pasaje que mejor puede mostrarnos la importancia que llegó a tener el renombre entre los irlandeses no es otro que aquel en el que Cú Chulainn, como ya vimos, acepta una breve vida si con ello puede alcanzar fama duradera.

También Fer Diad, el gran oponente y hermano de armas de Cú Chulainn, no tiene más remedio que enfrentarse con éste en combate singular para evitar de ese modo la vergüenza de las sátiras que los poetas, por orden de la reina Medb de Connacht, podrían lanzar contra él:
«mensajeros y heraldos fueron enviados ante Fer Diad. Pero Fer Diad los rechazó y esquivó y de nuevo los volvió a rechazar negándose a ir con ellos, pues sabía para qué le querían, para pelear con su amigo, compañero y hermano de armas, Cú Chulainn mac Sualtaim, así que no fue con ellos. Entonces Medb le envió druidas [drúith], poetas satíricos [glámma] y mordaces oradores [crúadgressa] para que, contra él, lanzaran tres burlas [áera] y tres sátiras [glámma dícend] que jamás lo abandonaran y le hicieran surgir sobre su cara tres ampollas [bolgavergüenza [ail], reproche [anim] y deshonra [athis], las cuales habrían de matarlo antes de nueve días si es que no moría el primero».
Varios libros de relatos irlandeses medievales. De izquierda a derecha: Táin Bó Cuailnge (La Razzia de Ganado de Cuailnge), traducido al castellano por Manuel Alberro, Toxosoutos, Noia, 2005; Táin Bó Cúailnge. Recension I, edición irlandesa y traducción inglesa de Cecile O'Rahilly, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 2002; Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, edición irlandesa y traducción inglesa de Cecile O'Rahilly, Irish Texts Society, Dublín, 1967; Cuentos medievales irlandeses, traducidos al castellano por Juan Renales, Víctor M. Renero y Pilar Ortiz, Toxosoutos, Noia, 2006.

Qué duda cabe, ningún otro pasaje de entre todos los que pueden ser localizados en la antigua literatura irlandesa es capaz de ilustrar, tal y como éste lo hace, el poder eficaz de la palabra druídica, pues ésta, si llegaba a ser encauzada en último extremo en la sátira conocida como glám dícenn, podía incluso poner fin a la soberanía del rey, atacando los cimientos sagrados sobre los cuales su reinado venía a sostenerse. En consecuencia, siendo menos que rey, ¿cómo no habría Fer Diad de aceptar el combate que los druidas le imponen? Por ello, temeroso de lo que los poetas pudieran hacerle, no tiene más remedio que aceptar su destino y morir a manos de su propio amigo y condiscípulo.

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