De estrellas y arados: reflexiones en torno al hibernófilo John Ford y el hibernómano Antonio Rivero Taravillo

DE ESTRELLAS Y ARADOS: REFLEXIONES EN TORNO AL HIBERNÓFILO JOHN FORD Y EL HIBERNÓMANO ANTONIO RIVERO TARAVILLO
Raúl Garrobo Robles


El presente texto forma parte del ensayo El otro John Ford. Una arqueología del cine social fordiano (frente a la hibernomanía y el sentimentalismo reaccionario de Antonio Rivero Taravillo), que fue publicado por Eikasía. Revista de filosofía en su número 112 (Oviedo, 2023) y puede ser consultado en el siguiente enlace:


DE ESTRELLAS Y ARADOS: REFLEXIONES EN TORNO AL HIBERNÓFILO JOHN FORD Y EL HIBERNÓMANO ANTONIO RIVERO TARAVILLO

«¿Cómo plantear, de manera sencilla, la peliaguda cuestión de la responsabilidad cívica del escritor? Acaso de la forma siguiente: aunque a veces decir puede ser una forma de hacer (y sumamente poderosa), también hay muchas ocasiones en que decir es sólo una forma de hurtarse, de esquivar, de confundir, de huir. Y existen otras formas de hacer a las que ningún decir puede reemplazar. [...] La cultura como cortina de humo. El arte como maniobra de distracción. Intelectual, escritor, artista, poeta: tienes que decidir con quién estás».
Jorge Riechmann (2013: 38 y 41).

 

«Exagerando, como exige lo épico, un político español al que alguna vez habrá que hacer justicia dijo que "a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas"».
Antonio Rivero Taravillo (2006: 96).


INTRODUCCIÓN.

Ford Apache. Cien momentos de un genio del cine es uno de los más recientes ensayos del traductor, poeta, novelista y crítico literario ―ahora también cinematográfico― Antonio Rivero Taravillo. Apenas un vistazo sobre su extensa obra es suficiente para revelarnos su pasión: Irlanda. En otro texto de su autoría se refiere a esta pasión como «hibernofilia, una enfermedad leve y rara vez mortal (salvo en casos de alcoholismo recalcitrante) que aqueja a numerosísimas personas en todo el mundo» (2017: 7). No dudamos de la existencia de esta hibernofilia, de la que hemos sido testigos a menudo, pero, en lo que atañe a Rivero Taravillo, estimamos que el nombre que más le conviene es el de hibernomanía. Como vamos a tratar de mostrar, no es la voz griega philía ("amistad", "apego"), sino manía, que para este contexto podemos traducir como "obsesión", la que mejor se ajusta a la conducta adoptada por Rivero Taravillo tanto en su ensayo sobre el cineasta John Ford como en los que tienen como trasunto la materia cultural irlandesa.

Antonio Rivero Taravillo, Ford Apache. Cien momentos de un genio del cine, Sílex, Madrid, 2022.

En una de las citas textuales de Ford Apache que sirven como presentación de las secciones ―la que da comienzo a De Monument Valley a Innisfree―, Rivero Taravillo evoca las palabras que escribiera Roddy Doyle en su novela de 2010 La república yacente (The Dead Republic) a propósito de Irlanda y John Ford: «Traté de contar la verdad, pero acabé inventando otra Irlanda. Lo mismo que Ford había hecho con América» (citado por Rivero Taravillo, 2022: 179). Ciertamente, para todo aquel que encara la verdad es ineludible preguntarse en algún momento cómo actúa el deseo sobre aquello que se nombra, esto es, cuán intensa es la voluntad de verdad por medio de la cual se conjura la producción del discurso. Si Rivero Taravillo es sensible a estas inquietudes, soy de la opinión de que no le luce. Bien podría decirse, prolongando la confesión de Roddy Doyle, que es precisamente su hibernomanía la que le conduce a inventar otro John Ford. Si quien suscribe esta opinión hace lo propio con Rivero Taravillo es algo que dejo a examen de mis lectores, a quienes animo a ser críticos con mi tesis. Sin embargo, que no procedo inventando otra realidad quedará demostrado suficientemente ―eso confío― en las líneas que aún prolongan este escrito.

Lo primero que cabe preguntarse cuando uno, dispuesto a leerlo, se sitúa ante Ford Apache es por qué un hibernófilo como nuestro autor querría redactar un texto de tal envergadura sobre un cineasta norteamericano. A modo de postulado, aceptaremos que cuando Rivero Taravillo escribe un libro sobre John Ford es porque, gustándole su cine, tiene al director de El delator (The Informer, 1935) como a uno de los máximos exponentes del séptimo arte. Pero, no es a esto a lo que nos referimos, sino a por qué alguien con formación filológica, especialista en literatura angloirlandesa, habría de considerarse capacitado para escribir un ensayo sobre un cineasta de renombre ―un autor para el que los catálogos de las bibliotecas registran cientos de monografías elaboradas por expertos― sin caer en trivialidades y aportando una perspectiva original y valiosa. Las páginas de Ford Apache no dejan lugar a la duda: por su hibernofilia declarada.

Peter Bogdanovich, John Ford, Hatari Books, Madrid, 2018.

Rivero Taravillo es un erudito en cuestiones irlandesas ―esto es obligado reconocerlo― y John Ford, que era otro hibernófilo con mayores motivos, se sentía fuertemente vinculado a la tierra de sus padres: Irlanda. Nuestro escritor lo tiene bien presente: «Como los de Bilbao, que nacen donde les da la gana, Ford es un irlandés que puede permitirse nacer en Estados Unidos» (2022: 244); tan presente como el propio cineasta, quien manifestó al dramaturgo irlandés Eugene O'Neil: «Para comprendernos, sólo hace falta tener en cuenta una cosa: los dos somos irlandeses» (citado por Eyman y Duncan, 2004: 17). En efecto, aunque oriundo del Estado norteamericano de Maine, John Ford había sido educado por progenitores irlandeses, ambos naturales del condado de Galway. «En la casa se hablaba irlandés, y ahí fue donde lo aprendí», le confesaría Ford al también cineasta Peter Bogdanovich (2018: 173). Y si la lengua preforma en buena medida el pensamiento y a través de ella se transmite la imagen del mundo, Ford, junto con el conocimiento del idioma gaélico, heredaría de sus padres grandes dosis del imaginario colectivo irlandés, el mismo al que Rivero Taravillo lleva toda una vida rindiendo culto a su manera. Esta, y no otra, creemos ser la razón principal por la que este se ve compelido a escribir tras ver películas de John Ford, a saber, porque él, mejor que nadie perteneciente a una cultura hispanoparlante, cree tener algo verdaderamente relevante que decir sobre aquel; el hibernófilo español por excelencia no puede evitar el impulso de poner por escrito la «personalísima impronta» irlandesa ―como él la nombra (2022: 15 y 257)― del hibernófilo cineasta norteamericano por excelencia: John Ford. Los antecedentes quedan corroborados por la inclusión en su Diccionario sentimental de la cultura irlandesa de una entrada exclusiva para el cineasta al que Frank Capra identificaba como «mitad genio, mitad irlandés» y la redacción de un breve texto titulado Beowulf y los indios en el que desata su pluma a propósito de la relación existente entre el antiguo poema épico anglosajón y ciertos westerns del cineasta hibernoamericano (2017: 152-160; 2006: 91-93). Era sólo cuestión de tiempo que esta comunidad sentimental que une a Rivero Taravillo con Ford deviniera en libro.

Reconocidas por él mismo en el título de su Diccionario, las razones sentimentales que impulsan a Rivero Taravillo a escribir sobre el director de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) son cruciales para comprender la intencionalidad constitutiva que le conduce a idear otro John Ford. Precisamente, esta idealización es la que está en la base de la ideologización a la que somete la figura y la obra del cineasta. Como si la mala fe sartreana lo dirigiera, Rivero Taravillo se ve compelido a inventar otro Ford porque es incapaz de pensar que su objeto de deseo, su director fetiche, guarde relación alguna ―por circunstancial que esta pudiera ser― con los esfuerzos de la clase obrera por alcanzar su emancipación frente al peor rostro del capitalismo. Pero, que sea incapaz de pensarlo en estos términos no significa que sea incapaz de pensarlo en absoluto. De hecho, el punto de partida de nuestro análisis no es la intencionalidad que perfila el discurso de Rivero Taravillo acerca de John Ford ―aunque también contamos con ella―, sino el discurso en sí mismo, esto es, su materialidad fáctica. Partimos, pues, de un decir, que también es un pensar. Y si ha podido ser pensado, aunque no en las condiciones de la incompatibilidad a la que hace un momento aludíamos, es porque en nuestro tiempo se dan las posibilidades enunciativas de un decir alternativo a propósito de las clases trabajadoras, esto es, se dan las condiciones de posibilidad para pensar el cine fordiano ideológicamente: desproletarizado. Precisamente, es a esto a lo que llamamos "inventar" otro John Ford. La estrategia ideológica por la cual se constituye un nuevo objeto de pensamiento, se lo recubre de un armazón conceptual a la medida y se lo fija en una práctica enunciativa alternativa, para ser plenamente ideológica, tiene que poder ser desplegada de arriba abajo, esto es, desde la superestructura hacia la infraestructura. Por definición, el discurso ideológico es un vector por medio del cual se apuntala la exclusión de los desposeídos en beneficio de los intereses del grupo dominante. Una formación discursiva que pretendiera enjuiciar el ordenamiento social desde una perspectiva crítica que procediera en dirección inversa no sería estrictamente ideológica, como tampoco lo serían las que se produjeran en una sociedad genérica, donde la inexistencia de clases sociales haría que tanto la ideología como el Estado que velaría por ella fueran superfluos (cf.: Fernández Buey, 1998: 128). Finalmente, desproletarizar el cine social fordiano es y no es pensarlo de otra manera, es decir, es también ―bajo determinada óptica de nuestro actual régimen discursivo― pensarlo sencillamente como lo mismo. Pero, no anticipemos los pasos necesarios que configuran nuestra argumentación. Retomaremos estas cuestiones en la recta final de este ensayo.

John Ford (1894-1973).

Rondando palabras de Kierkegaard, existen básicamente dos maneras de escamotear la verdad: la una, cuando se enuncia lo que no es; la otra, cuando no se admite lo que sí lo es. De la primera, Rivero Taravillo se muestra muy celoso en su libro, acechando los intentos por los que, según él, se ha pretendido hacer pasar injustamente a John Ford por fascista, racista o machista, si bien nunca nos ofrece las referencias bibliográficas para que sean sus lectores quienes puedan conocer y juzgar la procedencia y el cariz de tales aseveraciones. Leemos, por ejemplo:
«Ford es uno de los más poderosos narradores visuales que han existido, sus historias son magníficas casi siempre, y por supuesto que obedecen a una ideología, pero de muy difícil clasificación, porque tiene elementos conservadores junto a otros de una rebeldía sin tasa. Es lícito hacer cualquier tipo de lectura de su cine, porque la libertad es justamente uno de los valores que él exaltó, pero hay interpretaciones ideológicas de un sesgo que hace sonrojar y que lo han favorecido con el honor de su inquina llamándolo "fascista". Ford no fue más reaccionario o racista de lo que lo era la sociedad en la que vivió y ―esto es muy importante― en general la sociedad en varias décadas anterior a él, fijada por él en la pantalla. Cualquier acusación de machismo (lo era, naturalmente, contemplado con ojos de hoy) ha de ser atemperada por múltiples muestras por su parte de admiración y reconocimiento del valor de las mujeres; lo mismo es aplicable a los indios o a los negros» (Rivero Taravillo, 2022: 20-21).
Saber si John Ford simpatizaba con la mentalidad colectiva de su tiempo ―ya fuera esta fascista, racista o machista― no es tan relevante como preguntarse por las condiciones de posibilidad del orden discursivo dentro del cual se inscribe su mirada cinematográfica. De igual modo, tampoco es irrelevante saber por qué Rivero Taravillo se muestra tan preocupado por proteger el legado de su cineasta de cabecera de las atribuciones que según él no le hacen justicia ―en especial, no lo olvidemos, de las que mostrarían la "inquisitiva aversión" de los antifascistas― y, sin embargo, guarda un silencio más que sospechoso respecto de aquellas otras que, en tanto que hibernófilo, le sería ineludible tratar, por más que le resulten incómodas o inasumibles. ¿Por qué Rivero Taravillo nos oculta, a menudo torpemente, lo que sí es? Aunque coincidimos con él cuando afirma que en el cine de John Ford la libertad es uno de los valores por él defendidos, discrepamos respecto de la lectura unidimensional del ideal de libertad que descubre en la filmografía del cineasta hibernoamericano, lectura esta que, inscrita en un sesgo discursivo «que hace sonrojar», omite otro tipo de libertad también presente en el cine fordiano y que nuestro filólogo tiene demasiado empeño en silenciar: la que representa la emancipación económica de las clases oprimidas. Precisamente, la dialéctica "libertad-emancipación" pone de manifiesto la pugna semántica entre dos formaciones discursivas que en el seno de una misma civilización han venido aspirando históricamente a instituir los conceptos sobre los cuales erigir un saber hegemónico. En esta batalla, difuminar sigilosamente el perfil emancipador de la libertad, disociarlo de ella, ha sido la estrategia discursiva de todo movimiento reaccionario, pues la incorporación de la emancipación económica en el discurso democrático ―como bien ilustra el cine fordiano― ha impedido históricamente que se lograra hacer desaparecer por completo esa dimensión del concepto. Como consecuencia de esta imposibilidad, la propia idea de democracia ha sido objeto también de semejante pugna.

Antonio Rivero Taravillo.

Nos proponemos, pues, dar cuenta del discurso excluyente en el que se inscriben Ford Apache y otros textos hibernómanos de Antonio Rivero Taravillo; un discurso en el que se procede a inventariar una filmografía fordiana en la que el componente social de su cine ha sido obscenamente podado.


DE ESTRELLAS Y ARADOS.

«¿Alguien vio nunca un esclavo, / preso de indignas cadenas, / que las siga, vil, sufriendo, / si pudo librarse de ellas? / De la tierra que pisamos, que es la tierra que nos hizo, / flote en el viento, brillante, su verde emblema querido, / junto a nosotros se agrupe, el fiel y probado amigo, / que allá lejos, frente a frente, está el odiado enemigo».
Sean O'Casey (trad. en Reynold, 1983: 271).

«El saber no ha sido hecho para comprender. Ha sido hecho para hacer tajos».
Michel Foucault (2022b: 47; cit. por Gabilondo, 1990: 132).

En ninguna otra película es posible hallar a John Ford tan próximo a acontecimientos históricos de primer orden relacionados con Irlanda y con la lucha por la emancipación de las clases trabajadoras en la tierra de sus antepasados como en El arado y las estrellas (The Plough and the Stars, 1936). Este largometraje, protagonizado por Barbara Stanwyck y Preston Foster, interpretando ambos al matrimonio Clitheroe ―Nora y Jack―, incorpora parte del elenco de actores del Teatro Abbey de Dublín, entre los que destaca el excepcional Barry Fitzgerald en el papel de Fluther. El guion de la película, que recae en Dudley Nichols, se basa en la obra del dramaturgo irlandés Sean O'Casey (1880-1964), cuyo estreno se había producido en 1926 en el ya citado Teatro de la Abadía dublinés. En 1914, un año después de los disturbios acaecidos tras el lockout o cierre patronal en Dublín, O'Casey se había integrado en el Ejército Ciudadano Irlandés (Irish Citizen Army) de James Larkin y James Connolly en calidad de secretario. De hecho, algunas de sus obras, quizá las más relevantes, se ambientan en acontecimientos históricos estrechamente relacionados con la lucha obrera, como es el caso de Rosas rojas para mí ―que gira en torno al cierre patronal de 1913― o la que ahora nos ocupa, El arado y las estrellas, cuyos hechos se inscriben en el contexto del Alzamiento de Pascua de 1916. Aunque la obra teatral y el guion de la película, como no podía ser de otra manera, son paralelos, entre ambas piezas existen ciertas diferencias. A pesar de ello, la breve descripción de la trama que realizamos a continuación puede valer para ambas. 

Cartel de la película El arado y las estrellas (1936).

Los Clitheroe son un joven matrimonio dublinés. De ordinario, Jack se dedica a la albañilería, pero cuando no trabaja, en su tiempo libremente determinado, es uno de los oficiales del Ejército Ciudadano Irlandés. El ICA (Irish Citizen Army) fue fundado como una organización civil paramilitar cuyo propósito pasaba por defender a los trabajadores y sus actividades sindicales de la violencia estructural generada por la patronal de empresarios, tal y como había sucedido durante el lockout de 1913, cuando los trabajadores fueron duramente reprimidos por las fuerzas del orden ―al servicio de los intereses del gran capital― y los matones contratados por la patronal. En este contexto, Jack descubre que Nora, la mujer con la que lo comparte todo ―salvo su ideal de sacrificio― le ha ocultado la misiva por la que el comandante en jefe del ICA, el mismísimo James Connolly ―"general Connally", en el filme―, le comunicaba la honorable misión de comandar uno de los batallones del Ejército Ciudadano Irlandés. A pesar de los temores y las súplicas de su esposa, Jack se aferra a sus ideales. Finalmente, como Nora anticipaba, en la obra teatral de O'Casey su marido resulta abatido durante el Alzamiento. No así en la película, donde, no obstante, la conversación final entre ambos tiende ante el fundido final un oscuro horizonte de sacrificio y muerte antes de que Irlanda pueda ver alcanzada su tan ansiada libertad.

A menudo se ha indicado de qué manera la productora de este último proyecto, la RKO, intervino en el proceso de montaje alterando el largometraje tal y como lo había concebido John Ford. En palabras de este: «Cuando terminé la película, otro de los jefes del estudio dijo: "¿Por qué hacer una película en que estén casados un hombre y una mujer? Lo principal en el cine es el amor o el sexo. Si se tiene a un hombre y a una mujer que están casados desde el principio, ¿a quién le va a interesar?". Así que, cuando me fui, mandó a un ayudante de dirección hacer una serie de escenas en las que no estaban casados. Destrozaron completamente la maldita película; destrozaron toda la historia, que trataba de un hombre y su mujer» (Bogdanovich, 2018: 115). ¿Podría ser esta la causa por la que Antonio Rivero Taravillo decide no incluir El arado y las estrellas entre las setenta y cuatro películas inventariadas por él en Ford Apache. Cien momentos de un genio del cine? Esto es poco plausible. Las películas de John Ford que sufrieron la intromisión de los productores alterando el resultado final fueron numerosas ―Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), El sol siempre brilla en Kentucky (The Sun Shines Bright, 1953) o El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964) son algunas de ellas (McBride y Wilmington, 1996: 23, 45 y 93; Urkijo, 1991: 88)― y, sin embargo, Rivero Taravillo no tiene reparos en comentarlas. Además, existen ciertos casos excepcionales en la filmografía de John Ford cuyo tratamiento por parte de nuestro filólogo desbarata esta hipótesis. Pensemos, por ejemplo, en El soñador rebelde (Young Cassidy, 1965), una cinta inspirada en la vida de Sean O'Casey, amigo del propio Ford y en cuyos diálogos colaboró personalmente el dramaturgo. A las tres semanas de iniciarse el proyecto, debido a problemas de salud, el realizador hibernoamericano tuvo que abandonarlo. Su lugar fue ocupado por el cámara Jack Cardiff. Así, pues, El soñador rebelde no es estrictamente una película dirigida por John Ford. Esto, sin embargo, no evita que Rivero Taravillo ―muy acertadamente, a nuestro juicio― le dedique su correspondiente sección en su libro. ¿Por qué, entonces, prescindir de El arado y las estrellas? ¿Por qué excluir la película basada en la obra de un dramaturgo del que Ford había preparado el rodaje de su biopic y que, sin que fuera finalmente dirigido por él, Rivero Taravillo no elude inventariar? Algo chirría en todo esto.

Barbara Stanwyck (a la derecha) y Preston Foster (en el centro) interpretan al matrimonio Clitheroe en El arado y las estrellas (1936).

Cambiemos, pues, de hipótesis: ¿tal vez porque en ella nuestro filólogo no localiza ninguno de esos momentos genuinos del cine de John Ford de los que, ya desde el título y también en la introducción de su libro, había prometido hablar? Aceptemos provisionalmente que El arado y las estrellas sea un largometraje en el que su director apenas haya dejado la huella de lo que Rivero Taravillo nombra como su «personalísima impronta» (2022: 15 y 257). Esto mismo, sin embargo, no  impide que Rivero Taravillo le dedique dos páginas de su libro a una película como ¡Qué verde era mi valle! (How green was my valley, 1941), en la que este, como él mismo reconoce, apenas identifica momentos significativamente fordianos (2022: 135). ¿Y qué decir de Un crimen por hora (Gideon's Day, 1958), de la que Scott Eyman afirma que «ni siquiera parece una cinta de Ford» (2004: 159) y a la que nuestro hombre le concede las mismas atenciones que le niega a El arado y las estrellas? Parece conveniente, pues, enjuiciar también esta última hipótesis.

¿En verdad cabe decir de El arado y las estrellas que es una película tan antifordiana como para merecer el silencio que Rivero Taravillo le regala? Ni por asomo. En primer lugar, porque los recelos que John Ford expresó hacia esta película no se deben tanto a lo que sí rodó de ella como al resentimiento que le deparó el que la productora se entrometiera en uno de sus más deseados proyectos. Tal era el compromiso de Ford hacia la película con la que iba a recrear los momentos cruciales de la historia contemporánea irlandesa que hizo contratar para su rodaje a parte del elenco de actores del Abbey Theatre dublinés, entre ellos a los hermanos Shields, tanto a Arthur ―que interpreta en ella a Patrick Pearse― como a William Joseph, más conocido como Barry Fitzgerald ―encarnando a Fluther―. Como curiosidad, Arthur Shields había participado activamente en el Alzamiento de Pascua de 1916, donde integró las filas del batallón del Ejército Ciudadano Irlandés que tomó la Oficina General de Correos al mando de James Connolly. Y, en segundo lugar, porque la sola presencia del actor cómico Barry Fitzgerald, dirigido por John Ford, confiere a El arado y las estrellas ese toque de humor fordiano por el que se caracteriza prácticamente la totalidad de la filmografía del realizador. El sentido del humor «es mi fuerte», le había reconocido Ford a Peter Bogdanovich (2018: 111). Las cualidades humorísticas de Barry Bitzgerald cuando este trabaja para mayor gloria del hibernófilo cineasta norteamericano son de sobra conocidas para Antonio Rivero Taravillo. Cuando se ocupa de Cuatro hombres y una plegaria (Four Men and a Prayer, 1938) ―largometraje del que John Ford confesó haberlo acometido tan sólo por razones pecuniarias (Bogdanovich, 2018: 104)―, el momento fordiano en el que Rivero Taravillo se recrea tiene a Barry Fitzgerald como protagonista: «un militar de apellido Mulcahy [...] se mete en una pelea absolutamente fordiana cuando un indio ladino que busca gresca lo llama "inglés". ¿Inglés yo? Exclama el irlandés casi riéndose, vamos, por quién me han tomado. Y comienzan los puñetazos». La secuencia continúa «con el cacareo de un pletórico Fitzgerald que no se sabe si se encuentra bailando una jiga en el condado de Kerry, en un cuadrilátero de boxeo, o en una pelea de gallos» (Rivero Taravillo, 2022: 109-110). Pero, también El arado y las estrellas incorpora una secuencia en la que Fitzgerald, con una verborrea que destila whiskey y un juego de piernas por el que podría hacerse pasar por otro de los Marx, provoca todo un sindiós en una taberna irlandesa frente a la que se celebra un mitin en el que el "general Connally" inflama los corazones rebeldes de los dublineses. Desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico, tanto esta secuencia como la anterior son genuinamente fordianas. Sin embargo, Rivero Taravillo sólo tiene palabras para el Fitzgerald de Cuatro hombres y una plegaria, pero no para el de El arado y las estrellas. Por todo ello, si hemos de descartar que este último largometraje sea ignorado por nuestro filólogo debido a que carezca de la «personalísima impronta» con la que John Ford filmaba sus obras, ¿cuál puede ser, entonces, la razón suficiente para su exclusión? ¿Por qué el mismo hombre que acecha cada secuencia y cada mínimo detalle de la filmografía fordiana para sacar a relucir su vínculo con Irlanda desaprovecha la ventajosa oportunidad que le brinda El arado y las estrellas? ¿Por qué quien examina cada evidencia y cada curiosidad emparentada con la vida de John Ford con el propósito de exhibir sus conocimientos acerca del folclore, la mitología, la música popular, las tradiciones culinarias y las restantes formas de cultura irlandesas desperdicia, sin embargo, la oportunidad de ilustrarnos acerca de figuras históricas tan relevantes como la de James Connolly y de instituciones clave del periodo más significativo de la historia contemporánea irlandesa como fueron el Ejército Ciudadano Irlandés o el Sindicato de Transporte y Unión General de Trabajadores Irlandeses (Irish Transport and General Workers' Union)? Como no podía ser de otra manera, para responder a estas preguntas se requiere indagar allí donde Rivero Taravillo evita introducirse; se precisa inventariar lo que este elude, haciendo de su otro que John Ford un otro como John Ford mucho más cercano al sí mismo del a priori histórico que funciona como condición de posibilidad de su cine social. He ahí la razón por la que ―decíamos― nosotros no creemos inventar otro John Ford ni, por supuesto, otro Rivero Taravillo, pues nuestro inventario no es excluyente ―como el de este―, sino expansivo.

Barry Fitzgerald (1888-1961).

Si hemos de dar crédito a John Ford, quien «insistía una y otra vez que en sus películas históricas mostraba lo que "sucedió realmente"» (McBride y Wilmington, 1996: 26), la representación del Alzamiento de Pascua que se hace en El arado y la estrellas (The Plough and the Stars, 1936), donde "Connally" y sus milicianos resisten en la Oficina General de Correos, es la más próxima de las miradas que jamás podremos reconstruir a propósito de los sucesos que se produjeron durante aquella dramática semana que cambió el curso del porvenir tanto para Irlanda como para el Reino Unido. Ford ya había realizado algo semejante con la secuencia del O. K. Corral en Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), para la que pudo contar con el relato de los hechos que el propio Wyatt Earp les había prodigado a Harry Carey y a él algunos años antes (McBride y Wilmington, 1996: 93). Para los acontecimientos del Alzamiento de Pascua, aparte de los testimonios del excombatiente reconvertido en actor Arthur Shields ―que figura en los créditos del filme como asesor histórico―, presumimos que el hibernófilo John Ford debió de contar con otros informes de lo sucedido por parte de otros tantos protagonistas y espectadores más o menos cercanos a los hechos. Esta relación entre lo que se sabe de la historia, lo que puede ser enunciado de ella y cómo se articula este saber en imágenes conformando vivencias es fundamental en el caso de nuestro cineasta. En lo básico, el cine social fordiano enhebra con imágenes las trayectorias discursivas de la historia, esto es, propicia la coyuntura entre la manera de ver y la manera de decir y comunicar la realidad. Más exactamente, su mirada vivifica las regiones de un discurso social que en Norteamérica sólo podía prosperar si se lo hacía discurrir veladamente. Este es, a nuestro juicio, el gran mérito cinematográfico de John Ford: hacer invisible ―aunque operativo―, todo ello por medio de imágenes, un discurso social no desproletarizado que, de otro modo, desprovisto de una mirada cinematográfica como la que él le otorga, sería incompatible e inconmensurable con el discurso social hegemónico norteamericano de su época.

Sin embargo, ante la emergencia del cine social hibernofordiano, Antonio Rivero Taravillo permanece ciego y mudo. Primero de todo, para él no fue el liberalismo económico el que ocasionó la muerte de más de un millón de irlandeses y empujó al exilio a otro millón y medio durante la Gran Hambruna de mediados del siglo XIX, sino la plaga que hizo enfermar los cultivos de patata (2017: 38). Tampoco fueron las terribles condiciones materiales impuestas a los irlandeses por sus opresores británicos las que con el tiempo perfilaron lo que sólo desde un punto de vista material e histórico podemos denominar "temperamento irlandés", sino que este, para Rivero Taravillo, es una suerte de naturaleza atemporal y de «personalísima impronta» que, de tan evidente, no precisa ser definida ni explicada en términos genealógicos. Y, por último, aunque no menos importante, puestos a negar la mayor, cuando directamente no lo traspapela de su inventario, Rivero Taravillo ni siquiera es capaz de reconocer que James Connolly fuera marxista (2017: 103).

James Connolly (1868-1916).

Como ya hemos hecho constar, es sumamente revelador que el largometraje El arado y las estrellas ―y con él Connolly, el Ejército Ciudadano Irlandés y la libertad entendida como emancipación económica― no figure entre las películas inventariadas por nuestro filólogo en su Ford Apache. Sabemos por Michel Foucault que toda taxonomía, clasificación o inventario manifiesta veladamente las condiciones de posibilidad de un determinado orden discursivo: «en el asombro de esta taxonomía» ―escribía el filósofo francés a propósito de "cierta enciclopedia china", extravagante e incavilable, que Borges diera a conocer― «lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la desnuda imposibilidad de pensar esto» (Foucault, 2022a: 9). Y "esto", en el orden del discurso en el que se inscribe Rivero Taravillo, es el cine social fordiano, esas películas «sobre comunidades de gente muy sencilla» que, no siendo westerns, suponen una transformación discursiva de las luchas sociales del siglo XIX y comienzos del XX, aunque adaptadas a otro tiempo y a otro escenario. De ahí que Rivero Taravillo no tenga más remedio que inventar otro John Ford, sacándose de la manga un cine fordiano descafeinado y desproletarizado, que es el único para el que sí tiene ojos y palabras. Es tal la evidencia del engaño que, por momentos, casi consideramos superfluo entrar en más detalles. Sin embargo, sí lo haremos, pues perseverando en tirar del hilo habremos de dejar en cueros a este elegante "emperador" al que tanto le agrada recubrir su discurso de selectos e imaginarios ropajes. Para ello, hemos de retomar la figura central que representa James Connolly para el movimiento obrero irlandés de principios del siglo XX. ¿Qué es lo que Antonio Rivero Taravillo nos dice de este en su Diccionario sentimental de la cultura irlandesa? En su apofansis, el discurso habla por sí mismo: «Si socialista, el materialismo histórico de Marx le quedaba grande (un traje de otra talla más adecuado para vestir a futuros dictadores genocidas), y no podía ser más ajeno a sus compañeros de armas, transidos de misticismo» (2017: 103). En otras palabras: que el pensamiento de Marx combina de manera óptima con figuras históricas como la de Stalin, pero no con la de James Connolly. O lo que es lo mismo ―como trataremos de mostrar a continuación―: que Connolly era demasiado «irlandés», esto es, demasiado «bueno», como para dejarse seducir por el materialismo histórico de Marx.

Es ahora cuando conviene recordar las motivaciones sentimentales de las que hablábamos en la introducción de este ensayo y que, reconocidas a menudo por Rivero Taravillo ―como sucede en el título de su Diccionario sentimental de la cultura irlandesa― perfilan la intencionalidad constitutiva de sus escritos. Sin embargo, el atrevimiento que conlleva negar el materialismo histórico de James Connolly no puede ser sencillamente intencional ―no, al menos, en términos exclusivamente fenomenológicos―. Por sí sola, la mala fe no puede explicar el porqué de semejante descalabro. De ahí que, para esta ocasión, acudir a Foucault pueda ser más productivo intelectualmente. Aquí nos las vemos con algo de mayor calado: «la voluntad de verdad que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo es tal que no puede dejar de enmascarar la verdad que quiere» (Foucault, 2010: 24).

Sello irlandés en el que se conmemora la figura del socialista y nacionalista James Connolly.

Sin mostrar reparo alguno, Rivero Taravillo se deleita a menudo autoproclamándose antihumanista y antiilustrado en su sentido más irracionalista. Para él, el humanismo es una «sandez» (2006: 91) y la centuria que recorre el Siglo de las Luces, «con sus pelucas y su saber enciclopédico, la razón, el neoclasicismo», se le «hace antipática entre todas» (2006: 7 y 133). No es nuestro filólogo amigo «de los caminos rectos y aburridos de la Razón» (2017: 181). Este antihumanismo que lo caracteriza no debe ser confundido con el que a menudo se predica de filósofos como Michel Foucault. En este último caso, "el sueño antropológico" por el que se caracteriza el  antihumanismo foucaultiano, lo es tan sólo como punto de llegada, esto es, como la consecuencia lógica hacia la que conduce todo un aparato teórico y metodológico organizado y bien fundado (por más que Foucault omita cuál es el "yo" desde el que nos habla). Por lo contrario, el antihumanismo de Rivero Taravillo es su punto de partida, lo que lo convierte en un irracionalista confeso, impulsado humeanamente por pasiones y sentimentalismos profundamente personales. ¿Y qué sino el deseo, qué sino su voluntad de verdad es lo que puede motivar a un hibernófilo como Antonio Rivero Taravillo a la hora de escribir? Con ello, el hibernófilo deviene en hibernómano y cualquier cosa que diga o escriba queda enmarañada en una obsesiva manía por la que lo que le agrada es automáticamente integrado dentro de una esencia irlandesa que sólo él puede reconocer. Ahora bien, este lenguaje privado por el que enuncia lo que es y no es irlandés, esta hibernomanía por la que John Ford y James Connolly quedan integrados en la sagrada esencia irlandesa una vez han sido desproletarizados y "desmarxianados", no es ―en términos foucaultianos― un lenguaje estrictamente privado, esto es, un discurso exclusivo de Rivero Taravillo, sino toda una episteme discursiva reaccionaria y antidemócrata por medio de la cual se vienen intentando sustituir de una vez por todas las connotaciones enunciativas del binomio semántico "libertad-emancipación" por las recogidas en su alternativa neoliberal "libertad-deseo". De otro modo, sin esta ruptura epistémica, ¿cómo podría Rivero Taravillo, admirador de José Antonio Primo de Rivera ―el exponente español del fascismo―, compaginar su falangismo con la vertiente social del cine fordiano? ¿Acaso olvida Rivero Taravillo los mil dólares que John Ford donó en 1937 al bando republicano durante la Guerra Civil Española para financiar la compra de una ambulancia? (Gallagher, 2009: 469). Obviamente, no se trata tan sólo de un olvido, ni la mala fe, por sí sola, puede explicar lo que aquí está en juego, pues en todo esto también asoma el horizonte quebrado de una ruptura epistémica desde la que emana una velada voluntad de verdad.

A propósito del fundador de Falange Española, en su libro de 2006 Los siglos de la luz, Antonio Rivero Taravillo escribía: «Exagerando, como exige lo épico, un político español al que alguna vez habrá que hacer justicia dijo que "a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas"» (2006: 96). En 2018, nuestro hibernómano asume personalmente la tarea de reparar el "buen nombre" de José Antonio Primo de Rivera, para lo cual publica la novela El ausente, enmarcada en los tres últimos años de la vida de este, hasta su juicio y fusilamiento por el Frente Popular. Es lo que tiene la novela como medio literario de expresión, a saber, que no requiere ceñirse a «los caminos rectos y aburridos de la Razón» (Rivero Taravillo, 2017: 181), que no precisa ser fiel a una memoria histórica que procura velar por la verdad con todos los medios que la historiografía como ciencia pone a su alcance. En definitiva, hibernomanía y sentimentalismo reaccionario ―o lo que es lo mismo, hibernomanía y falangismo― son las constantes de la obra ensayística de Rivero Taravillo. «Este libro» ―leemos en su Diccionario sentimental de la cultura irlandesa― «no es uno de consulta sobre Irlanda, sino el testimonio de una prolongada pasión. ¿Qué se puede esperar de alguien cuyo nombre y apellidos componen el acrónimo Art, un arraigado nombre irlandés, que ostentan reyes y caudillos? ¿Qué, de alguien que lleva incrustada en su identidad la palabra Tara, la colina mítica de Irlanda, solar de su realeza?» (2017: 8-9). Añadamos a este dislate que también "Antonio Rivero Taravillo" es una suerte de acróstico de "José Antonio Primo de Rivera". Roguemos para que no se haya producido entre ellos una transubstanciación como la que Poe narra en su Ligeia.

Antonio Rivero Taravillo.

Llegados a este punto, tras haber desenmascarado a nuestro hibernómano en el seno de la formación discursiva que le da voz, cabe preguntarse si aún es necesario probar el materialismo histórico de James Connolly, así como el componente socialista de sus compañeros de armas durante el Alzamiento de Pascua ―tanto los del Ejército Ciudadano Irlandés como los de los Voluntarios Irlandeses de Patrick Pearse―. Rivero Taravillo había dicho de estos que, transidos de misticismo, el materialismo histórico les era ajeno (2017: 103). Para lo primero, será suficiente citar alguno de los muchos textos de Connolly redactados en clave marxiana. He aquí uno de ellos, extractado de su obra de 1910 Las clases trabajadoras en la historia de Irlanda, donde el revolucionario de ascendencia irlandesa, tras examinar la relación semántica entre libertad y emancipación económica, se permite citar al propio Marx:
«Para el beneficio de nuestros lectores podemos exponer aquí la clave socialista de las páginas de la historia, con el fin de que se comprenda más fácilmente por qué en el pasado las clases gobernantes se han propuesto en todo momento la conquista del poder político como garantía para su dominación económica o, para explicarlo con más sencillez, para la esclavitud social de las masas, y por qué la libertad de los trabajadores, incluso en un sentido político, será incompleta e insegura hasta que arranque a las clases gobernantes la posesión de la tierra y los instrumentos de producción de la riqueza. Esta proposición, según fue establecida por Karl Marx, el más grande de los pensadores modernos y el primero de los socialistas científicos, es la siguiente: "Que en cada época histórica el modo dominante de producción, de intercambio económico y la organización social que necesariamente se desprende de aquél, forman la única base sobre la que se puede explicar la historia política e intelectual de esa época"» (Connolly, 1969: 9-10; trad.: 33).
Aunque, quizá, lo que motiva a Rivero Taravillo a segregar a Connolly del materialismo histórico es la deriva genocida que nuestro hibernómano vincula necesariamente con las tesis de Marx. Recordemos sus palabras exactas: «Si socialista, el materialismo histórico de Marx le quedaba grande (un traje de otra talla más adecuado para vestir a futuros dictadores genocidas)» (2017: 103). Claro está, hacer que Marx comulgue con la dirección que las semillas de su pensamiento tomaron en la URSS de Stalin, donde el ideal democrático marxiano ―por razones complejas que no deben ser desestimadas― devino en una dictadura de partido, es omitir ―una vez más― que para Marx el objetivo de la revolución era alcanzar una sociedad genérica, esto es, una sociedad en la que la inexistencia de clases hiciera superflua la necesidad de un Estado burocratizado y opresor. Por otro lado, el laconismo con el que Rivero Taravillo se expresa cuando se ocupa de cuestiones ideológicas, donde la argumentación es sustituida por la sentencia, nos dificulta el acceso a su pensamiento ―no olvidemos que los caminos rectos de la razón le resultan aburridos―, aunque, quizá, lo que sencillamente ocurre es que nuestro hibernómano confunde o sitúa al mismo nivel la violencia inherente de la revolución social con la que se despliega durante un genocidio. Sin caer en las sublimaciones necrófilas que los fascismos y los fascistas como Millán Astray le conceden a la violencia, el primero de estos dos tipos ―la violencia de la revolución social― es aceptado tanto por Marx como por Connolly (cf.: Fernández Buey, 1998: 162-170 y 208-212; Ellis, 2013: 319-320). El segundo ―la violencia genocida―, les es completamente ajeno. Reproducimos a continuación la opinión de Connolly a propósito de la violencia tal y como la expone apenas tres meses antes del Alzamiento de Pascua:
«La guerra humana o civilizada... tal cosa no existe. La guerra puede estallar por una cuestión de raza o de clase para poner fin a la opresión de una raza, clase o sexo. Y cuando se libra una guerra así, se debe actuar concienzuda e implacablemente, pero sin caer en falsas ilusiones acerca de su elevada naturaleza ni de sus métodos civilizadores» (Ellis, 2013: 320).
Fotografía del Alzamiento de Pascua de 1916 tomada por Walter Doughty.

Como puede observarse, al menos en lo que se refiere a las líneas centrales del materialismo histórico, Marx y Connolly avanzaban en paralelo. Quedaría por ver hasta qué punto los compañeros de armas de este último también simpatizaban con el socialismo de su comandante. Cuestionar el componente socialista de los milicianos del Ejército Ciudadano Irlandés ―fundado por Larkin, White y el propio Connolly como una suerte de "Guardia Roja" revolucionaria― sería poco coherente. Bien distinto es saber cuánto habían penetrado las enseñanzas socialistas entre los Voluntarios Irlandeses. Recabar historiográficamente las opiniones de sus integrantes en este respecto, incluso tan sólo las de sus principales oficiales y representantes, además de costoso, prolongaría en exceso la extensión prevista inicialmente para este ensayo y desbordaría su marco. Habremos de contentarnos, pues, con la de su líder, el presidente del Gobierno Militar Revolucionario provisional: Patrick Pearse. Para James Stephens (1880-1959) ―el novelista y poeta autor de la crónica La insurrección en Dublín, coetánea de la rebelión de 1916―, «todos los líderes del alzamiento, sin exceptuar a Connolly, tenían fama de ser grandes patriotas, pero también ―esta vez sí exceptuando a Connolly― fama de no mostrar ningún interés particular por los problemas del laborismo» (Stephens, 2019: 112). Hoy sabemos lo imprecisa que era esta afirmación. A propósito de Pearse, el historiador Daniel Rayner O'Connor Lysaght anota que este, al final de su vida, desarrolló «una teoría que cuestionaba el concepto de propiedad privada» (Ellis, 2013: 325). No muy distintas son las opiniones de otros investigadores, tales como Jessy Dunsmore Clarkson, Proinsias Mac Aonghusa o Liam Ó Réagain (Ellis, 2013: 325-326). Todos ellos ponen de manifiesto la notable influencia que el pensamiento de Connolly ejerció sobre Patrick Pearse conforme se acercaba la hora de la verdad, tal y como lo revela el último panfleto de este, publicado el 31 de marzo de 1916:
«[Theobald Wolfe] Tone llamó a aquella numerosa y respetable clase los "hombres sin propiedad", y en esa elegante y característica frase reveló su percepción de una gran verdad histórica, a saber, que en Irlanda la "alta burguesía" (como les gusta llamarse) ha sido totalmente corrompida por Inglaterra, y los comerciantes y las clases medias capitalistas fueron, si no corrompidas, sí uniformemente intimidadas, mientras que el pueblo llano, en su mayoría, ha resistido sin amedrentarse e incorruptible» (citado por Ellis, 2013: 326).
No obstante, ya en 1913 podía leerse a Patrick Pearse expresarse en los siguientes términos:
«Mi instinto está con el desheredado y contra el terrateniente, y con el hombre sin pan frente al millonario. Tal vez me equivoque, pero considero que el pecado más terrible es que haya hombres sin tierra en esta isla de valles baldíos pero fértiles, y que haya hombres que no tengan un mendrugo que llevarse a la boca en esta ciudad donde se han amasado y distribuido grandes fortunas» (citado por Ellis, 2013: 325).
Atendiendo a lo anteriormente expuesto, cuando Antonio Rivero Taravillo cuestiona el materialismo histórico de James Connolly y niega cualquier rastro de socialismo entre sus compañeros de armas, no hemos de tomarlo al pie de la letra, esto es, como si lo que afirma fuera producto de una investigación historiográfica bien fundada, sino como la expresión más profunda de una voluntad de verdad que en él es la causa de su hibernomanía y que puede ser enunciada en tanto que se inscribe y despliega en el conjunto de una formación discursiva ultraliberal y reaccionaria cuya genealogía revela todo un proceso por el cual se vienen a sesgar los vínculos históricos, materiales y semánticos que pueden ser establecidos entre la libertad y la emancipación económica. De ahí la exclusión de El arado y las estrellas en su Ford Apache; de ahí que Rivero Taravillo no reconozca en ¡Qué verde era mi valle! rasgos netamente fordianos, por más que en esta última, como en la anterior, el irrepetible Barry Fitzgerald nos brinde momentos inolvidables. 

¿Comprar y leer su último libro? Eso sí. Pero, ¿enjuiciarlo porque en él, pretendiendo abrirnos las puertas de Irlanda a través del cine del hibernófilo John Ford, excluye sin embargo una de las "películas irlandesas" cruciales del realizador? ¿Recordarle que en El arado y las estrellas Ford rinde homenaje al socialismo revolucionario irlandés? Esto ya no, porque entonces Antonio Rivero Taravillo prescinde de su máscara y embiste con lo peor de su personalidad falangista y reaccionaria.


BIBLIOGRAFÍA.

Bogdanovich, P. (2018) John Ford, Hatari Books, Madrid.

Connolly, J. (1969) Labour in Irish history, New Books, Dublín (trad.: Las clases trabajadoras en la historia de Irlanda, Fundación Federico Engels, Madrid, 2017).

Ellis, P. B. (2013) Historia de la clase obrera irlandesa, Hiru, Hondarribia.

Eyman, S., y Duncan, P. (ed.) (2004) John Ford. Las dos caras de un pionero, 1894-1973, Taschen, Madrid.

Fernández Buey, F. (1998) Marx (sin ismos), El Viejo Topo, Barcelona.

Foucault, M. (2010) El orden del discurso, Tusquets, Barcelona.

Foucault, M. (2022a) Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI/Clave Intelectual, Madrid.

Foucault, M. (2022b) Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre-Textos, Valencia.

Gabilondo, Á. (1990) El discurso en acción. Foucault y una ontología del presente, Anthropos, Barcelona.

Gallagher, T. (2009) John Ford. El hombre y su cine, Akal, Madrid.

McBride, J., y Wilmington, M. (1996) John Ford, Ediciones JC, Madrid.

Reynolds, L. J. (ed.) (1983) Teatro irlandés, Editora Nacional, Madrid.

Riechmann, J. (2013) El siglo de la Gran Prueba, Baile del Sol, Tenerife.

Rivero Taravillo, A. (2006) Los siglos de la luz. Héroes, mitos y leyendas de la épica y la lírica medieval, Berenice, Córdoba.

Rivero Taravillo, A. (2017) En busca de la Isla Esmeralda. Diccionario sentimental de la cultura irlandesa, Fórcola, Madrid.

Rivero Taravillo, A. (2022) Ford Apache. Cien momentos de un genio del cine, Sílex, Madrid.

Stephens, J. (2019) La insurrección en Dublín, Montaber, Barcelona.

Urkijo, F. J. (1991) John Ford, Cátedra, Madrid.

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